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Una mujer se desmaya

Cordelias – Fernando Saad – Capítulo 1

La mujer sirve las dos tazas de leche y se derrumba. Quizás sintió leves mareos, o cierta repulsión, mientras disolvía el cacao en una leche grumosa. O eso fue después, porque cuando los niños la encontraron luego del golpe las tazas estaban intactas y sin nata en superficie.
Esa mañana los hijos no tomaron el desayuno. O si lo hicieron fue más tarde, cuando los llevaron con sus abuelos, mientras la situación aún no se definía hacia esa complicación que concluirá recién pasadas algunas semanas.
El hijo mayor no supo qué hacer, y la niña llamó al padre con temor. Le quisieron echar agua, pero esa mamá desmayada sólo atinó a mover los ojos dentro de unos párpados cerrados, como la voluntad de permanecer en un limbo sin alteraciones de realidad.

El padre estaba en una reunión importante. Vio el llamado, pero no hizo caso. Dejó que sonara y luego guardó el teléfono. Recién telefoneó cuando todo terminó, y cuando sus hijos atendieron ya era tarde. Los vecinos estaban en el lugar, y habían llamado a urgencias. Y se la llevaron, con los pies rígidos. Y las pupilas no respondían, y se veía perdida. Y eso…
El padre de los niños no supo qué hacer. Y mientras tanto y al enterarse, la hermana de esa mujer desmayada se sintió culpable de toda la situación.

Ilustración de Paula Livio.

La cosa comienza más o menos así, con un sujeto amable, digamos ejemplar dentro de los cánones sociales, que supo conservar su rol de hombre de bien, y alguien que mantuvo su idea de una familia y un trabajo. Pero no era sólo eso que tantas personas contaron luego, porque él no quería estar en la idea de que todos lo quisieran mucho. De que todos siquiera lo quieran. Su intención era de ser grande, hacer algo único. Digamos ser distinto, ser un artista, si eso quiere decir ser un tipo que hace lo que quiere.
Pero no nos interesan estos datos, ni qué siente, ni aquello que él piensa como una obra clara, ni sus preguntas de falsedad. El hombre quiere ser alguien que se acerque a verdades como las de sus artistas admirados.

Una mujer tiembla, casi desaparece en ese temblor, tiene miedo y se desmaya. Las luces parecen tener grumos adentro. Cae con el polvo marrón, chocolate flotando en el aire, no se sostiene. Imposible aferrarse a nada. Sólo entra la mano en una alacena, quiere tomar algo, y el mundo todo se le viene encima. En esa oscuridad están los chicos, está el mundo, y lo que viene. El niño se llama C. y todos le dicen Jefe, pero es un pequeño de ocho años. Y sólo ve que la madre duerme, no sabe de desmayos, ni de aceves, porqué se le cierran los ojos a la gente, y la respiración se agita intensa en su pecho.
La niña llega por detrás y se le cae un juguete. Se tira encima, quiere abrirle los ojitos con sus dedos pegajosos. Busca el teléfono, y hacen esa llamada donde que su padre desatiende. Descalzos están, descalzos buscan la llave en el bolso de mamá y salen, y golpean las puertas, y tocan con sus manitos, y corren por las vecinas, y no dirán más que mamá hasta que una vecina sale, y la arrastran en camisón dentro de la casa, así sin poder decir más que mamá…

La médica de guardia, las luces del hospital. Un pasillo con niños al final. Una vecina que lo desconoce. Y todo lo que tendrá nombre luego. Los abraza, y ellos que se alejan. El hombre habla, le toca el rol de hablar. Tiempos, diagnósticos, tiempo, y llamar a familiares, tiempo. Llama. Corta, y al final el llamado impensado. Ella atiende, y sólo escucha. Él corta luego de escuchar el comienzo de un llanto culposo. Toma la mochila. Le preguntan quiere pasar, y dice que no. Los niños lo siguen, de la mano entre ellos, y por momentos a unos metros. El hombre casi no mira a la vecina, y apenas se cruza a la entrada con los padres de esa mujer desmayada, estacionan más lejos. Desde el auto ve a la familia ingresar al hospital. Conduce, sin saber por dónde comenzar ese camino impensado.