Expresiones de la Aldea, La Aldea y el Mundo, San Luis

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Cordelias – Fernando Saad – Capítulo 2

El departamento es pequeño. Una sola habitación, desarmada y sin sábanas. Heladera vacía, verduras rancias y mayonesa de caducidad dudosa. Compra las milanesas y las cocina, sin ensalada, y sirve agua sin filtrar. Los deja solos para ir a la casa.
Entra intentando no tocar nada, como un asesino sin testigos. Busca en los cajones, medias, ropa de la escuela, una lavadora llena de ropa húmeda, la heladera entreabierta. El cuarto de los niños, con qué juguetes juegan, lleva uno o varios. El unicornio y algo más. O las barbies. No sabe qué llevar, y qué ropa les queda chica.
Qué le diré a los abuelos. La puerta de la mamá de los niños está abierta. Siente el perfume, sus libros, sus pastillas para la rosácea. Las fotos intactas de su matrimonio. Tazas aún sucias de chocolatada. El anillo en la cocina como algo sin importancia. La foto de la hermana y los padres, de costado. Un pedazo de torta de cumpleaños en el freezer. El olor a vacío pegado en las paredes.
La hermana está en el hospital. Los padres apenas la saludan, y se quedan en cuidados intensivos mientras ella consume un café tras otro en el buffet. La máquina acepta las monedas y billetes arrugados. La hermana es quien puede faltar a trabajar, porque sus tareas son temporalmente home office y ella sólo procesa órdenes de una obra social. A la mañana da clases en un colegio secundario, donde avisó que su hermana, que Mariana dijo, está internada y no tiene a nadie más que a ella.

Ilustración de Paula Livio.


Es la mayor. Cuando eran niñas siempre escuchaban que sus padres se iban a separar. Una noche escucharon los gritos detrás las paredes, se durmieron juntas, llorando, bajo la manta enorme de su abuela, mientras juraban cuidarse por siempre.
El encuentro entre Mariana y Eugenio había comenzado siete años antes. Él era un profesor de literatura en un colegio secundario que llegaba siempre tarde a su casa, donde los niños estaban durmiendo. Porque había estado entre las clases, y retrasaba la llegada a unas pocas cuadras. En realidad, se detenía a comer en puestos de paso, demoraba la infelicidad de la llegada a esa casa, una mujer que ahora se resguardaba en la extraña seguridad de viejos acuerdos de pareja. Llegaba, ella le decía hola Eugenio, y veían algo en la televisión, a veces se acostaban sin mirarse, o comían una cena precalentada. Guiso, pastas, luego la esofagitis, luego el temor de separarse, las presiones familiares, y la carrera que se le escurría en sus manos.
Hasta que la vio, una actriz desconocida haciendo un gran papel. Desde la última fila, la emoción de lo nuevo, la comezón repentina en el estómago. El abrazo tras una función, y luego todo lo que vino. Impensado para un hombre de familia, como lo definían.
Primero le escribió un cuento con su nombre, y luego se animó a entregárselo en un evento ese fin de año. Y luego sobrevino a una reunión imprevista donde compartió la mesa con esa mujer antes desconocida. Y luego esas vacaciones empezaron a escribirse, mensajes de texto en teléfonos silenciados para evitar sospechas, llenos de imitaciones del deseo, de simulaciones, de ser otros. Y ella le dijo que parecían decirse que eran algo más que amigos, y él se aterrorizó. Y seguramente le dijo que no, y ella siguió con un novio que apenas quería, e hizo de su vida un alejamiento.
Pero finalmente sucedió. Fue otro evento, otras personas, y algunos encuentros regulares. Al final, un cumpleaños de una amiga en común, el alcohol, el baile, irse de la mano, y besarse en una esquina con perros ladrando. Las manos entrelazadas, un taxi y la emoción desbordada. Y el beso antes de volverse a su casa para terminar con la mentira. Y no sentirse solo, por primera vez en la vida.
Ahora y en el hospital, la familia se agolpa junto a los médicos. Que la han estudiado, que tuvo una descompensación, que está sedada y esas cosas. En los hospitales suelen sedar para pasar el rato y luego ver qué tienen los recién ingresados. Una forma de ganar tiempo antes de arriesgar su baja experticia en asuntos emocionales. Nadie dijo que la mujer colapsó, ni que sus pensamientos le quitaron la posibilidad de ver más allá de una nube negra.