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La hermana se llama Brenda

Cordelias – Fernando Saad – Capítulo 3

La familia no sabe del colapso. Al menos la mayor parte de los presentes en esa sala de espera. ¿O quién sí, y de qué modo? Lo sabremos todo a su debido tiempo. Quizás los padres intuyen algo, escucharon algo. O piensan en el marido alejado por causas que comúnmente alejan a las parejas, como el hastío o la falta de amor. La pasión apagada que, por tradición o religión, ellos mismos se animaron a desestimar en su propios vínculo, a pesar de las peleas o los silencios del acostumbramiento.
Es la madre quien apresura esas preguntas de cuándo, cómo, y qué sigue. Y luego el padre de quién, cuánto y el papeleo. La hermana se mantiene a unos metros, escucha, anota, asiente, y llora por dentro.

A los fines de no revelar identidades verdaderas diremos que la hermana se llama Brenda. Dijeron que en otra vida fue sirvienta, y no de las que hacen algo que cambia el curso de sus vidas o se unen a una revolución. Una sirvienta obediente de sus amos, le dijeron en una de esas constelaciones familiares que suceden en un fin de semana que podría ser tan revelador como soso. Si a todos los presentes les decían cosas extravagantes (que fueron soldados, o personajes de la talla de Juana de Arco), a ella le dijeron sirvienta. Nada la conmovió y ya no pudo seguir. Ser sirvienta te deja en una situación de no hacer nada, ni siquiera cumplir órdenes como en otra vida.

Ilustración de Paula Livio.


Quizás la consteladora, o la misma Mariana, fueran a ocupar su lugar cuando representaban esa otra vida, que ahora Brenda miró sin interés. Y a pesar de que las otras personas siguieron, ella no pudo entrar en el juego. La ofuscación la llevó de vuelta al auto, a esperar por horas el fin de la jornada. Su hermana subió finalmente al cabo de un rato, conmovida. A duras penas le dirigió una mirada, y aunque pensó que volverían bromeando sobre lo acontecido, se enjugó las lágrimas y arrancó el auto en dirección de vuelta, en silencio absoluto.

El día del desmayo, Eugenio llegó a la casa y vio a los niños tendidos sobre su cama. Era tarde, y escribió a una de las pocas madres que quedaban en sus contactos para pedirle las tareas de la escuela. Escuchó, y atravesó las líneas desconocidas de los cuadernos, anotando con velocidad ejercicios de matemáticas, ciencias sociales, los materiales, materia prima, procesos de fabricación. Y algo de historia, y algún dibujo en la carpeta de plástica, que completó con trazos de niño. Luego los despertó, y les preparó una merienda exigua, calentando panes como tostadas, untándolas con esa mermelada imperecedera descubierta al final de la heladera.

Con desgano, los niños se sentaron en la mesa en silencio. Descubrieron sus ropas recuperadas y las juntaron al lado de la cama. Ninguno se animó a preguntar por su mamá esa tarde, esperando a su padre decir algo sobre el asunto. Eugenio se apresuró en llamadas interminables, y alguna terminó en la palabra renuncio, o algo que les trajo algo finalmente la calma.
Pidieron una pizza de mozzarella y la compartieron en silencio. Eugenio los tapó, se ubicó en el sillón, y encendió el viejo televisor, sin poder comprender ni una palabra de lo que estaba escuchando desde la pantalla.