El casamiento y los luego
Cordelias – Fernando Saad – Capítulo 11
Los años posteriores al casamiento de Bobby con el hombre del norte fueron impiadosos. El constante castigo por mirar inocentemente a otros hombres, aunque fuera sólo eso. El marido del bigote tupido siempre encontraba la forma de castigar lo que definía como desidias, y así la dejaba con sus estudios inconclusos, y su falta de quererse como una sombra desvelada.
El vientre había crecido, no una sino dos veces. Y los niños han ido creciendo.
Y luego el día en que llega esa mujer al negocio de computadoras, y le dice que si ella sabe lo que hace ese marido cuando ella está en la casa de computadoras. Y que quiere contarle todo lo que pasa cuando está ella ahí, rodeada de esos aparatos inertes. Bobby que no ha sabido como procesarlo, o cómo salirse de la situación sin sentirse que está perdiendo todo de nuevo, y en su mente dividida acepta en parte lo que hace ese marido cuando ella está, finalmente, en la tienda de computadoras.
Bobby sabe de esos encuentros, y a pesar de la insistencia del marido se ha negado. Le parece inconcebible estar entre esos cuerpos desconocidos, besando labios ante la mirada excitada de su hombre, ahora compartido con esas otras mujeres. Cuando él le propuso ir a esos encuentros ella pudo configurar las formas de su vida anterior.
Esas personas que nunca se ven en la ciudad. Tomarse un café junto a esos hombres que luego vera desnudos a un costado, apretándose junto a una pared con otras desconocidas. Las imágenes nubosas de gente, el sentido de una libertad que ella apenas puede concebir ahora que ha conseguido formar algo parecido a lo que le dicen familia. Se siente puritana, se siente en falta, se siente una mujer conservadora, para luego sentirse una madre, para luego sentirse no deseada, para luego querer romper todo.
Y ese es el torbellino donde no dejará que entren en juego sus hijos, los percibe frágiles, y ha prometido que será una buena madre, que velará por sus sueños, mientras ese padre parece haberse jurado a sí mismo ser fiel a sus deseos, sin importarle el costo conseguirlo.
Por un tiempo lo acepta. Se vuelve una mujer de noches solitarias. Siente el olor del cuerpo que aún bañado intoxica con pieles desconocidas. Y las noches se extienden en meses y años donde la miran por la calle. No sabe cuáles de los rostros de niños que descubre desde cerca tienen algo del marido. Cuántos hijos habrá dejado ese hombre de bigote grueso y mentiras descarnadas.
“Mórbida”, ilustración de Paula Livio.
Una de esas mujeres se acerca una tarde, en una extrañada forma de familiaridad, y quiere acariciar el rostro de sus niños. La corre de un manotazo, aturdida, y la decisión llega repentina. Vuelve a la casa, cambia la cerradura y llama a la policía cuando el marido quiere derribar la puerta. Pero los oficiales apenas pueden, apenas hacen, mientras el hombre se lleva esos niños en su camioneta.
Luego de un rato el oficial le dice que es mejor que se lleve los niños, que el hombre es pura amenaza, y que solito volverá a traerlos. Como si algo de eso la tranquilizara, y ese orden de cosas fuera válido para ella. Y nada de eso pasa. Y con los meses sólo consigue tenerlos algunos fines de semana, y allí sólo queda el deseo de volver, de romper todo lo que ya es nada. Y llama a sus padres, y eso.
Ha pasado el tiempo. Han sido varias las noches que los niños se pueden quedar con ella. El marido ha vuelto a transitar esas noches sin fin, que se puedan extender durante semanas, con un bigote empapado en vino y sexos innombrables. Los niños viven asustados, hasta que finalmente el más chico se hizo pis en la escuela. Y la llaman por teléfono, y la directora le dice que llamó al padre y sólo obtuvo una señal de teléfono apagada, o luego confesará que no pudo entender lo que dijo. O dijo que llamen a la madre, y aquí estamos, dijo la mujer. Y la directora le pide una muda de ropa, que Bobby lleva, escurriendo sus lágrimas en el taxi de un vecino, en abrazarle y decirle que le hable, y el niño que no reacciona, y solo en la vuelta a casa le dice que tiene miedo, que todo se va mal en la casa de papá, que hace días que comen con los vecinos, que les llegan comidas recalentadas y con un extraño sabor. Han comido con el hermano frente a los dibujos animados, y hasta vieron unas películas de tiros y terrores nocturnos.
Bobby lo cambia antes de salir, y en el camino esa confesión la lleva a la casa del marido, y esperan juntos al hermano, y lo reciben, y su resistencia a un afecto. Ella le sirve un vaso de gaseosa, un sándwich. Lo piensa, pone las ropas en bolsas de consorcio y se los lleva de ese lugar para siempre.