Expresiones de la Aldea, Notas Centrales, San Luis

EL CANTOR DE BOLEROS

Por Jorge Sallenave (*)

Suegra … usted perdone … tengo que dar escopetazos a las vizcachas… mejor me deja solo —pidió el Negro Edmundo López Etcheverry a la anciana que lo acompañaba en la habitación del sanatorio, anunciando de esta forma que liberaría algunos gases.

—Tírelos … yo de acá no me muevo. Estoy aquí para cuidarlo —respondió con firmeza la anciana.

El Negro esbozó una sonrisa. Luego, cuidando que la aguja del suero no se desprendiera, giró para ponerse de costado. Al ubicarse emitió un gruñido y falleció.

Al día siguiente un interminable cortejo acompañaba el féretro. Dos turistas frente a la Catedral le preguntaron a un lustrabotas que se había puesto de pie y seguía el pasar del acompañamiento con inocultable congoja:

—¿Quién murió? ¿El gobernador?

El lustrabotas se sonó la nariz con un pañuelo arrugado, alisó los pelos revueltos y respondió

—El Negro López, un flor de tipo.

El Negro que andaba por ahí, se sintió feliz porque mientras vivía intentó captar el cariño de la gente, pero nunca estuvo seguro de haberlo logrado, hasta esa mañana en que tantos lo despedían y al lustrabotas se le aflautaba la voz.

Pocos años atrás, (la vida a veces es demasiado corta), Edmundo López Etcheverry se recibía de escribano público.

Aunque él no lo decía, consideraba que el título le sería útil para desenvolver sus dos vocaciones principales: cantar boleros y alegrar a las personas.

En breve lapso obtuvo un cargo en la universidad local y fue nombrado como secretario en la Justicia provincial. Estaba en condiciones de probar hasta dónde llegaba con sus anhelos.

Cantar boleros era cosa hecha: cantaba desde joven, tenía buena voz y no pretendía ser un profesional. Alegrar a la gente le llevaría más tiempo.

“Buen humor permanente, oídos para quien lo necesite, servicio desinteresado, no cansarlos con problemas propios, hablar medido, no alterarse”, fueron algunas reglas que se propuso.

Por ese entonces su esposa heredó una hostería en El Trapiche. “No es mala idea tener un espacio para llevar a cabo la tarea”, pensó.

El Negro López logró que la hostería se convirtiera en punto principal de atracción. Los clientes hacían reservas con meses de anticipación y los que no conseguían ubicación dormían en los autos hasta obtenerla, porque en ese lugar las vacaciones se disfrutaban más que en ninguna parte.

La fotografía muestra una casa de El Trapiche sobre la margen izquierda del rio. Hacia 1950. Foto de José La Vía.

El Negro López dormía menos y corría más. Y se daba maña, apenas cumplía los horarios en San Luis, para tener cargadas en su camioneta bandejas con empanadas, debidamente acondicionadas para que se mantuvieran calientes. Recorría los 37 km que lo separaban de El Trapiche y no bien llegaba las repartía entre los huéspedes. “No sé qué habrá preparado el cocinero, pero una empanada siempre cae bien” decía a uno; “Cómala con patitas abiertas, por el aceite, para no mancharse”, aconsejaba a otro. Y también obsequiaba cafés, helados y licores. Pero sobre todo regalaba su inagotable simpatía.

Después de cenar llegaba el turno de los boleros. La voz profunda del Negro López se imponía al croar de las ranas y al permanente rumor del río cercano, abrazando la noche estrellada. Cada uno de los presentes sentía que esos temas melódicos le pertenecían, o por lo menos que quien cantaba se lo dedicaba expresamente.

El Negro López ansiaba alegrar a la gente, pero también ser querido y que recibieran el cariño que él sentía por todos.

Muchas veces fracasó “por mala comunicación”. Y cuando eso ocurría recordaba su amor juvenil por una esplendorosa adolescente que no tuvo reparos en rechazarlo y que originó una disputa pública con el hermano de la niña que lo avergonzó por años.

En su objetivo de alegrar a la gente solía hacer trampa. Como sucedió con la contratación de la primera voz de Los Plateros.

Los hechos se desarrollaron de esta forma: El Negro López consideró que para realizar su objetivo no podía limitarse a los tres meses que duraba la temporada de verano en El Trapiche.

“Es hora de hacer pie en San Luis” se dijo y decidió instalar una confitería bailable. Así nació Tropicana, en el primer piso del Club Social. El edificio, que en la primera parte del siglo deslumbrara a la comunidad puntana, por los años sesenta agonizaba.

La confitería fue un éxito. Abría viernes, sábados y vísperas de feriados. Los pisos de madera crujían y parecía que iban a desintegrarse no bien los asistentes bailaran. (…) El aire, normalmente con olor a encierro y decrepitud, se entibiaba con el perfume de las mujeres, siendo la fragancia del Chanel N°5 la que prevalecía.

El Cinco Rojo de Música en el Aire cautivaba oídos y cuerpos. Jorge Eduardo, cantante inclinado a interpretar temas melódicos, ayudaba a la concertación de noviazgos y a la consolidación de los asistentes. Julio César, que con los años sería conocido nacionalmente como Yaco Monti, era el encargado de acercar la música juvenil.

Al elenco artístico estable de Tropicana había que sumarle las contrataciones que el Negro López hacía cada tanto en otras jurisdicciones. De esa forma llegó Elder Barber con su tema Canario Triste. Y la primera voz de Los Plateros, aunque en este caso…

La publicidad comenzó un mes antes. La ciudad pequeña se revolucionó. Los habitantes aún tenían presente Hora de Crepúsculo y Solo tú.

Y La primera voz llegó. Longilíneo, de risa fácil, aparatoso en los gestos, con excelente inglés cuando cantaba, pero incomprensible si alguien intentaba hablar con él.

—Habla slanck… vos sabés, el lunfardo norteamericano —explicaba el Negro a los escasos desconfiados.

La primera voz se quedó una larga temporada en San Luis. Por las noches iba a la Plaza Pringles donde recibía la admiración incondicional de las jovencitas.

Lo cierto es que ese negro simpático nada tenía que ver con Los Plateros. López lo había contratado en Córdoba. Ni siquiera era extranjero. López mantuvo la mentira hasta que la primera voz se despidió.

¿Pensó obtener un beneficio económico con esta historia? En absoluto. San Luis, por aquel entonces, era una provincia aislada y desconocida. Los medios de comunicación escasos, las distancias no se salvaban con facilidad y quienes se animaban a largos viajes tomaban a la ciudad como posta necesaria para llegar a Mendoza.

“Si los famosos vienen, San Luis es importante” reflexionaba el Negro López al contratar a la falsa primera voz. “Si consigo un doble de Fangio también lo traigo” afirmaba. “A los puntanos hay que demostrarles que no han sido olvidados”, agregaba. “Y no sale tanto dinero. Y si costara, lo invertido en alegrar a la gente bien invertido está”, concluía.

Un poco aquí, un poco allá, el dinero se iba. La ropa del Negro López era siempre la misma, su casa debía resignarse a la falta de mejoras, la camioneta perdía parte de la carrocería, rateaba y se aflojaba por todos lados. Tan así que, en una oportunidad, regresando de El Trapiche acompañado por un cuñado, al llegar a la Cuesta del Gato, pronunciada pendiente que por ese entonces era de tierra, el Negro López adivinó desde la cumbre que en el badén se encontraba estacionado un camión.

Yaco Monti es otro cantautor también melódico muy querido por los sanluiseños – “Con mi corazón para ti” (1967) LP.

—Vamos a chocar —dijo.

El cuñado no sabía a qué se refería hasta que miró hacia abajo.

—Dejate de joder.

—Seguro que chocamos. Los frenos no responden.

Y chocaron. Sin consecuencias porque la marcha atrás puesta con desesperación suplantó a los frenos inservibles.

—¡Están locos! —gritó el camionero que se había arrojado a la cuneta.

¿Le preocupaba tener cada vez menos medios para satisfacer sus necesidades? De ninguna manera. El dinero no le importaba. “Siempre tendré para el puchero” decía.

Desde la adolescencia afirmaba que moriría joven. Si se le preguntaba qué razón tenía para decir eso, él respondía:

—En mi familia todos se mandan a mudar temprano. Somos de corazones débiles.

Cuando el fin estaba cerca tenía como proyecto construir y explotar un hotel en Merlo. Viajaba seguido a Buenos Aires para obtener un crédito promocional. En uno de esos viajes una apuesta le permitió comprobar que su excelente voz lo hubiera llevado muy lejos.

Así fue, fanático de River Plate apostó con familiares y amigos una cena en contra de Boca y perdió. No bien terminó el partido se trasladaron a una cantina para que pagara la apuesta. En esos negocios actúan números musicales y participa el público. A pedido de los compañeros de mesa, el Negro López cantó boleros. La concurrencia, aclamándolo en cada final, le impedía retirarse del escenario. Recién a la madrugada pudo descansar. El dueño de la cantina se negó a cobrar la cena. “Usted logró que esta fuera una noche excepcional. Cómo se le ocurre”, dijo; y un hombre de mediana edad, vestido con elegancia, se le acercó y entregándole una tarjeta aclaró: “Soy gerente del sello musical… Venga a verme, lo haré famoso “.

Mientras regresaban al hotel, el Negro López mantuvo silencio. Al llegar, como si emergiera de las profundidades de su conciencia reflexionó: “Un poco tarde, qué macana. Al menos la cena me salió gratis”.

En el viaje siguiente, el último, compró un disco que incluía un tema de innegable apelación nostálgica: “Reflejos en el Agua”. También contrató un seguro de vida. “Para que la muerte no sea tan triste”, le dijo a un sobrino y la mirada se le enturbió. Se recompuso de inmediato y para borrar la imagen dada le invitó:

—Vamos a comer una pizza.

Esa mañana en que sus restos eran acompañados al cementerio, el Negro López sentía que había cumplido en la tarea de dar y recibir cariño, aunque lamentaba que por una causa ajena a su voluntad (el hecho de su muerte) hubiera tantas personas entristecidas.

(*) Este Texto integra el libro Cuentos del Viento