UNA PAZ POSTERGADA
El 28 de abril miles de manifestantes salieron a las calles de Colombia en reclamo por una reforma tributaria. Pero, esas dos semanas de movilización son resultado de años de violencia
Agustina Bordigoni
En lo que va del año ocurrieron en Colombia 33 masacres, 57 asesinatos de líderes y lideresas sociales, y 23 asesinatos contra firmantes de los acuerdos de paz de 2016. Los datos, relevados por el Instituto de estudios para el desarrollo y la paz (INDEPAZ) y la Jurisdicción Especial para la Paz, corresponden a los primeros meses de 2021, y cuentan las muertes y masacres ocurridas hasta el 29 de abril pasado.
Durante el primer trimestre del año además, y según señala la Defensoría del Pueblo colombiana, más de 27.000 personas (alrededor de 8000 familias) se vieron forzadas a dejar sus hogares, un 96% más que en el mismo periodo del año pasado.
Todas esas cifras no tienen que ver con las movilizaciones de las últimas semanas. O sí, en gran parte. Como componente principal la violencia –que puede tomar muchas formas– se hace dueña de las calles, cuyos pobladores claman por un fin. Pero, hasta ahora y a cambio, reciben más y más violencia.
En esa lógica violenta se enmarcan los tristes datos más recientes en el marco del Paro Nacional: 47 asesinatos (de los cuales, según las organizaciones Temblores e INDEPAZ, 39 se dieron por violencia policial y 35 de ellos ocurrieron en Cali); 500 desapariciones de personas; y más de 1800 casos de violencia pública, entre los que se pueden mencionar 278 víctimas de violencia física, 963 detenciones arbitrarias y 12 víctimas de violencia sexual.
Y es precisamente esa lógica violenta la que debe terminar. No se trata de movilizaciones que comenzaron el 28 de abril, se trata de múltiples violencias que llevaron al país al lugar en el que está ahora.
El inicio: la ley tributaria
Como ocurrió en otros casos de la región, las protestas en Colombia tuvieron inicio en un hecho puntual. Así como en Chile el aumento del precio del metro generó manifestaciones que condensaron diferentes reclamos, en Colombia el proyecto de modificación tributaria sacó a la luz otros descontentos.
La polémica reforma, llamada “Ley de solidaridad sostenible”, que finalmente fue retirada por el gobierno de Iván Duque, pretendía incrementar los recursos del Estado a través de un aumento del IVA en productos de primera necesidad, servicios públicos y funerarios.
Pero no fue más que el puntapié para que el motivo más general del reclamo se hiciera visible. Si un aumento en los impuestos como el pretendido por las autoridades podía afectar seriamente los ingresos de los sectores más vulnerables, eso redundaba directamente en el deterioro de la calidad de vida.
En un país como Colombia, el segundo más desigual de América Latina después de Brasil, la pandemia también dejó su rastro en el incremento del desempleo y de la pobreza.
Y en este contexto, los principales reclamos se concentraron en los siguientes: una ayuda de seis meses equivalente a un salario mínimo para los sectores más afectados por la crisis; subsidios para pequeños y medianos productores agropecuarios; y el fin de las erradicaciones forzadas de cultivos ilícitos, una práctica que los distintos gobiernos intentaron implementar para combatir el narcotráfico con el único resultado de trasladar los cultivos a otros lugares y dejar sin otro sustento a los campesinos (de hecho, Colombia sigue siendo el proveedor del 70% de la cocaína que se vende en el mundo).
Relacionado con estas erradicaciones forzadas está el acuerdo de paz: las familias que firmaron los pactos para desmantelar los cultivos de coca no recibieron aún la ayuda del Estado ni las tierras para reconvertir sus economías tal como fue prometido. Según el informe de INDEPAZ, “a esto se agrega que otras 150.000 familias que acudieron al llamado del gobierno para sustituir, se las ha dejado en espera y en manos de las mafias y grupos armados que llegan con amenazas, muerte y plata en efectivo”. Es entonces la ausencia del Estado después de la erradicación la que genera nuevos conflictos.
Un Estado ausente
Desde el inicio el gobierno de Duque se mostró muy crítico con el acuerdo de paz que en 2016, y después de cuatro años de negociaciones, ponía fin a cinco décadas de conflicto armado.
Y en esa visión crítica, el aparato estatal volvió a los tiempos del Plan Colombia: en 1999, y a través de un acuerdo con Estados Unidos, el gobierno colombiano inició una estrategia de erradicación y lucha armada contra el narcotráfico, y más específicamente contra las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC).
La estrategia falló porque el enfoque, basado en una lógica de respuestas violentas a la violencia y en la inutilización de tierras para cultivos ilícitos (que terminó por inutilizar las tierras para otros fines) no logró ni la paz ni el fin del narcotráfico, sino el desplazamiento de víctimas y narcotraficantes.
En esa visión crítica también el Estado dejó abandonadas muchas zonas que habían quedado libres de las guerrillas ahora desmovilizadas y que por tanto fueron ocupadas por otras fuerzas armadas que aprovecharon ese vacío de poder.
Es en ese contexto que líderes, lideresas y defensores de derechos humanos son asesinados por narcotraficantes y mafias que se apoyan de grupos armados y narcoparamilitares, entre ellos el ELN, Los Pachencas, Los Caparrapos, Los Pachelly, el Bloque Suroriental Armando Ríos, Segunda Marquetalia y Comando Coordinador de Occidente. Más de 1000 lideresas y líderes fueron asesinados desde los acuerdos de paz.
Una lógica de conflicto
Entre los principales reclamos de los últimos días está, además de la efectiva implementación de los acuerdos, la necesidad de un cambio rotundo en la organización de las fuerzas de seguridad.
Más de 500 desaparecidos y miles de casos de abuso policial son la clara muestra de que ese cambio es imperioso. Pero así como esto se hizo evidente en el contexto particular de las protestas, los principales señalamientos tienen que ver con la vida cotidiana: la fuerza pública se mantiene en la lógica de décadas de conflicto. Por eso, quienes manifiestan son vistos y tratados como subversivos y no como ciudadanos ejerciendo su derecho a manifestarse.
En este sentido, en un comunicado conjunto, Temblores ONG e Indepaz denuncian que la violencia vista en los últimos días “se ha cometido en medio de una decisión del gobierno nacional y de los mandos de la Fuerza Pública de promover un uso desproporcionado de la fuerza y tolerar el uso de armas de fuego como método de terror contra la protesta social” y que las acusaciones del gobierno acerca de la violencia supuestamente ejercida por manifestantes “se ha mostrado que son completamente falsas (…)
En Cali han asesinado a 35 jóvenes, mientras que no se ha registrado un solo homicidio a miembros de la Policía Nacional o de las FF.MM que hacen parte de lo que el gobierno llama ‘asistencia militar’. El caso lamentable del asesinato con arma blanca de un Capitán de la Policía en el municipio de Soacha es un hecho aislado que no puede presentarse como parte de un plan o patrón de infiltración o como muestra de propósitos de violencia con armas de fuego por parte de lxs marchantes”.
Como prueba el comunicado cita los videos que recorrieron el mundo, en los que puede verse este tipo de violencia ejercida contra los manifestantes. Por otro lado denuncian también la presencia de agentes encubiertos en medio de la multitud, algo que no fue atendido por el gobierno. Asimismo, advierten sobre la censura en las redes sociales de los contenidos asociados con el Paro Nacional.
Un diálogo necesario
Tras dos semanas de movilizaciones comenzó un diálogo nacional que busca atender algunos de los pedidos. Como primera medida, el presidente anunció una matrícula gratuita para los estudiantes de las universidades públicas, uno de los pedidos de los más jóvenes durante las protestas. Esto, si bien puede entenderse como un paso necesario, tampoco puede comprenderse desprendido de un contexto inminente: en 2022 el país elige presidente, y las fuerzas opositoras van ganando terreno ante el descontento.
Más allá de las intenciones lo que sí queda claro es que ninguna medida puede ser parcial: ni la suspensión de la reforma tributaria sacará al 42% de la pobreza, ni la exención de matrícula garantizará a miles la educación. El diálogo no suplantará la violencia mientras esta exista, y la respuesta de la fuerza pública puede ser diferente, pero no tanto mientras siga dentro de la misma lógica.
Lo que Colombia necesita es comenzar por fin una era de posconflicto, en la que ningún otro reclamo particular vuelva evidentes los problemas estructurales. Mientras esta solución se niegue o se postergue, son pocas las esperanzas de una paz duradera.