VECINOS DE CUADRA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Regreso con Horacio de la Mota, buen profesional pero mejor caudillo político. Lomo negro como se decía entonces. Fue ministro de Economía de la provincia de San Luis, entre otros cargos. Elocuente y sagaz.
Como hecho vecinal se recuerda que en esa época colocaron un artefacto explosivo en la ventana del estudio ubicado en planta baja. La explosión se produjo a la madrugada y los vecinos fueron a ver qué había ocurrido, algunos de ellos en paños menores. No hubo daños, solo una mancha negra en la persiana.
En ese grupo familiar, también tenían cabida una señora anciana, con un trato de ángel, suave, alentador, susurraba, y una jovencita de crianza Sarita o Rosita si no me equivoco. Ambas dedicadas a la religión católica.
En el salón del edificio de dos plantas se inició farmacia Santa Teresita, que después se trasladaría a su edificio propio como lo conté. ¿Qué hacía Tuco? Se dedicaba al campo y vestía siempre con elegantes botas, bombachas criollas de color blanco, pañuelo de color anudado al cuello. Él nos sirve de puente para trasladarnos a la vereda del oeste. Don Hissa había construido en la esquina del frente un salón con departamento familiar en el primer piso.
Hablar de Hissa requeriría cientos de páginas, pero como no era vecino evito esa inmensa tarea. Diré que una familia de apellido Suaiter, alquiló el departamento porque el padre se desempeñaba como empleado del Banco Nación Argentina. El matrimonio tenía una hija, (creo que su nombre era María Elena) de una belleza llamativa. Hubo noviazgo y posterior casamiento entre ella y Tuco de la Mota.
Y bien, estamos en la vereda oeste y empezaremos a desandar el camino que nos llevará a la estación de servicio en el otro extremo.
La bicicletería pertenecía a un hombre alto, musculoso, de tez blanca, cabello rubio, ojos celestes, bonachón, poco instruido, solidario. Así era Raúl Mitchell. De origen mercedino, se instaló en San Luis con una bicicletería que era la atracción de los niños porque allí, en forma gratuita, el hombre emparchaba las cámaras pinchadas y les regalaba rulemanes para los autitos de madera que construían. La bicicletería todavía existe, a cargo de una de sus hijas. El matrimonio de Mitchell con Carbonell tuvo tres niñas. La mayor era Tota, la segunda Ana María y la tercera Teté. Ese hombre que de niño fue lustrabotas y corredor de bicicletas en Mercedes, se aquerenció en San Luis y era considerado por los puntanos.
Colindante una casa de dos plantas. Bien construida. La habitaba un bioquímico con su esposa. De apellido Pascal. Los niños de la cuadra le tenían miedo. Tenía mal carácter y solía discutir con su esposa. Como mantenía la ventana del laboratorio abierta, los gritos se escuchaban desde la calle. Su figura era extraña, semicalvo y el escaso cabello parece que desconocía la existencia del peine y se mostraba enredado, con mechas que se erguían como si recibieran una permanente corriente eléctrica.
Usaba un delantal blanco y para mí ver debía ser un científico malhumorado, preferentemente físico (esto lo inventaba yo, que me gustaba mirar por su ventana abierta el laboratorio, la infinidad de frascos con drogas, muchos tubos de ensayo, retortas, alambiques y otros aparatos). No era dado a hacer sociales y con los vecinos solo cruzaba un saludo desganado.
Poco sé de esta familia porque de un día para otro dejaron la casa, que poco tiempo después ocupara un abogado, sociable, con un vestir y modo de hombre de campo. Persona que practicaba una amistad franca. Conciliador por excelencia. Hablo del doctor Pueyo Murillo que también trabajaba con ventanas abiertas acompañado por un secretario de apellido Herrero y otra empleada cuyo nombre no recuerdo. Se dedicaba preferentemente a sucesiones y era infaltable en la feria ganadera. Junto a él se inició un joven abogado de apellido Sergnese que ocupara cargos políticos importantes, trabajador incansable, pero si sigo por esta línea me escapo de la década que recuerdo.
Las dos siguientes casas, idénticas en sus fachadas, creo que fueron construidas por un dentista de apellido Ciporkin, que habitó una de ellas poco tiempo.
Los propietarios a tener en cuenta, siguiendo el recorrido de norte a sur fueron Alberto Villegas y José Herrera.
Alberto Villegas casado con Luisa Cantisani, por lo menos así lo recuerdo, tuvo dos hijos. El varón también llamado Alberto y una niña a quien se la conocía como Taty. Con este sobrenombre poseía un negocio sobre la ahora peatonal: Joyería Taty y continuando con sobrenombres a don Villegas se le decía Tobeto y a su hijo Tobetito. Ambos eran de escasa estatura y si en esos años hubiera existido el desarrollo científico actual podría asegurarse que la gente los conocería como los clones. Idénticos.
Pelo rizado, nariz roma, ojos verdes, igual tono de voz, ambos con sobrepeso, simpáticos, con risa desfachatada. Taty era diferente, nerviosa, movediza, delgada y con cierta timidez que a veces se expresaba en malhumor. Luisa, la madre, muy gorda, femenina, cordial, era la mujer indicada para estar al lado de Tobeto. Porque a don Villegas le gustaba reunir a amigos todos los días, en especial de noche, donde ofrecía cenas de calidad, para después jugar a los naipes, y era Luisa, excelente ama de casa, que se tomaba el trabajo para que los invitados se sintieran cómodos.
Don José Herrera, ocupaba la casa gemela. Hombre de campo, igual que su señora, le apasionaba la política. Ocupó algún cargo importante. Doy fe que fue diputado. Ahorrativo, de pelo blanco, voz ronca y desprolijo en el vestir, aunque él creía lo contrario. El matrimonio tenía una hija: Perla. Estudiosa, se recibió de bioquímica y cuando los vecinos suponían que se quedaría soltera se casó.
El elegido fue Trifiletti, un tipazo como dirían los jóvenes. Su familia tenía una embotelladora de soda y él se encargaba del reparto. Con tantas vueltas por el barrio, Perla aprendió a conocerlo y valorarlo. Hoy en día sigue viviendo en la misma casa. Murieron sus suegros y Perla. De la unión quedó un hijo que sigue a su lado y nietos.
Ahora ingreso en las dos o tres casas siguientes. Temo que si me ha fallado la memoria en los relatos precedentes aquí será zona de mayor extravío.
En las casas vivían varias familias emparentadas ente sí, de mucho peso en la pequeña ciudad. Empiezo por los más antiguos: San Juan y señora. Matrimonio ejemplar. De ellos recuerdo poco. En primer lugar, diré que el viejo San Juan fue fundador del cine Opera que estaba ubicado en los terrenos que ahora pertenecen a los propietarios del Casino Golden, en calle San Martín, entre Ayacucho y Belgrano. El matrimonio rompió la rutina vecinal porque hizo un viaje a Europa. Antes que eso ocurriera circulaba un chusmerío en baja voz. Se decía que San Juan, hombre educado y con ganas de llegar lejos, allá por los años cuarenta vio una oportunidad en la compra de marcos alemanes.
Terminada la guerra los marcos quedaron sin valor y él utilizó los billetes para empapelar el dormitorio. Quizás esto no ocurrió. Además, como no pertenece a la década que me ocupa, lo dejo de lado. Una de las hijas se casó con Jaime Canta, quien explotó por muchos años el cine Opera. Progenitor a su vez de Jorge Canta, quien tiene una especie de tropilla de autos antiguos.
También ingresaron al grupo familiar, dos personas conocidas: el doctor Gardella y Acosta.
Me detendré un segundo con Gardella, médico dedicado a la pediatría, reconocido en el país, instaló a mitad de cuadra un instituto infantil.
Un hijo de Acosta construyó un inmueble de dos plantas con salón en planta baja.
Diría que ese gran grupo familiar era el motor de la cuadra y no recuerdo que alguna vez actuaran o tuvieran una conducta reprochable.
Llegamos a la última casa antes de la estación de servicio. La ocupaba un personaje que ya había ganado la historia en vida. Para mí era un anciano encantador. Don Jofré le llamaba yo. Las paredes de su casa estaban tapizadas por bibliotecas repletas de libros. El solía invitarme a conversar. Me pregunto cuál era la gracia de hablar con un chico de diez años. Y no solo hablar, porque solía buscar un libro y leerme diferentes cosas que yo a veces entendía y otras no, pero aprendí a preguntar ¿quiere decir? Entonces él explicaba y si era necesario se ayudaba con otro libro.
En fin, estos eran los vecinos de mi cuadra.
¿Qué sucedió con los años? El correo hizo desaparecer la estación de servicio y parte de la propiedad de San Juan. La casa de la señorita Franzini es ahora un local. Como parte de la propiedad del Dr. Horacio de la Mota, existe la firma que se llama Cardón. La gran propiedad de Pueyo Murillo posee varios locales en planta baja. Tanto Trifiletti como Villegas nieto, apostaron también a locales para alquilar. En donde vivía el Dr. Paladini, López y Balmaceda, se construyó un hotel. La pequeña casa de Chicha Quiroga la ocupa la Defensoría Federal. Por supuesto que hubo otros cambios, pero es mucho esfuerzo seguir apuntándolos.
Como final debo dejar constancia que esa vecindad tan fraterna, se extendía en calles laterales. Por ejemplo, por Pedernera estaba la vivienda de don Fausto Azurra, un caudillo radical. En la misma calle, pero pasando San Martín vivían los García, cuya hija Norma fue rectora de la Escuela Normal Juan Pascual Pringles. También estaban los Di Gregorio, los Vergés, los Barcala, pero ellos deberán esperar un escritor que los narre.
Perdón por los errores u olvidos.
(*) SEGUNDA PARTE- Del Libro Historias de San Luis: de gentes y de leyendas
Raul Mitchell tenía cuatro hijas, Susana ,la menor aún atiende la bicicletería
El escritor al que tuve el honor de conocer, me transporta hasta ese San Luis desconocido por mi , hace un excelente relato de sus vivencias, desde España le envío un abrazo enorme a usted Don Jorge O. Sallenave
Y a su bella familia.