LA HENDIJA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Así es don Sosa. Cuesta aceptarlo, pero es así. Le agradezco una vez más que confíe en mí a quien recién conoce. Que sienta que lo conociera desde siempre.
Alfredo hizo una pausa y luego sonriendo agregó:
—Pero le hago notar que se negó a decirme su nombre.
—Siempre hay reservas, secretos, aún entre personas que se quieren. En su caso y para demostrarle mi aprecio se lo diré: Gumersindo. ¿Suena mal?
—Común no es. Por lo menos resalta.
—Si usted se anima podemos sellar nuestra amistad.
—¿De qué forma? —preguntó Alfredo.
—Mañana por la noche lo llevaré a la hondonada. No iría a ese lugar con nadie. Sin embargo, me atrevo a invitarlo.
—Mire don Sosa que a las personas mentirosas les crece la nariz.
—El poroto que tengo de nariz seguirá igual. ¿Tiene miedo?
—No creo en hechicerías ni en espíritus. Cuente conmigo. Con una salvedad, mañana es domingo y el lunes trabajo. ¿Volveremos a tiempo para que pueda llegar a San Luis antes de las ocho de la mañana?
—No se preocupe. La Hendija cierra temprano.
—Pensándolo mejor no tiene importancia. Si llego tarde o no voy no será una tragedia. Quiero conocer ese lugar.
—Más que eso Alfredo. Necesita saber si le he dicho la verdad.
Hablaron un tiempo más. Después se despidieron. Don Sosa le ofreció el rancho para dormir, pero Alfredo le contestó que debía acostumbrarse a dormir en carpa. El anciano le aconsejó que agregara suficiente leña al fuego para que no sintiera tanto frío.
Una vez que agregó leña fue hasta el Renault y sacó un viejo colchón de lana de una plaza, enrollado y atado con un hilo. Lo colocó en la carpa. Regresó al automóvil para traer unas colchas de lana y un almohadón. Se prometió conseguir una bolsa de dormir para la próxima vez que fuera para estar más abrigado. Cuando terminó el armado de la improvisada cama colocó el sol de noche en el suelo, a la altura que ocuparía su cabeza. Antes de acostarse buscó pomada repelente con la que se embadurnó el rostro. “Qué frío. Si no aguanto me iré al auto”, se dijo.
Decidió acostarse vestido, hasta se colocó guantes, con una botella de vino a mano convencido que el alcohol lo ayudaría a soportar la helada que caía en esa noche de luna llena. Se tapó con las colchas y ubicó el almohadón que le serviría de almohada. Tomó dos tragos largos de la botella.
Con la mirada fija en la tela de la carpa pensó: “Dónde te has metido Alfredo. Con un viejo mentiroso, durmiendo sobre piedras y tierra húmeda, a punto de subir una montaña para demostrarle al viejo que no sos un pueblerino miedoso y crédulo. ¿Te sentís mal?, se preguntó. La verdad que no. Estás viviendo una aventura. No tenés el culo en la silla de la oficina, colocando sellos y foliando. Si ese tipo de ochenta y cuatro años anda de aquí para allá, un pendejo como yo no puede encerrarse en donde no pasa nada. Si no duermo por el frío me meto en el auto y si tampoco concilio el sueño allí una noche en vela no mata a nadie. Solo espero que no me pique un bicho venenoso. La verdad es que me siento bien”.
Su pronóstico no se cumplió. Diez minutos más tarde dormía como un tronco, roncaba fuerte y soñaba. En su sueño de veía en la laguna peleando por cobrar una perca inmensa. La lucha fue larga, pero logró traer el pez a la orilla y engancharla con un arpón. Detrás suyo estaba don Sosa diciendo: Supongo que ahora me cree. Esa trucha pesa más de diez kilos.
A la mañana siguiente le costó ubicarse dónde estaba. A través de la lona de la carpa se notaba una fuerte luminosidad. Cuando recordó lo sucedido en el día anterior, sonrió. Era un triunfo haber dormido en la carpa sin sentir frío. Es más, se incorporó a medias y se dio cuenta que tenía calor. El sol de noche se había apagado mientras dormía. No tenía picaduras ni dolores. “Te has recibido de aventurero”, se dijo. Salió de la carpa. El sol pegaba con ganas pese a la estación. El astro había cruzado la línea media del cielo. “Debe ser tarde. Por lo menos mediodía, calculó.
—Buen despertar —era don Sosa saliendo con dos platos humeantes del rancho.
—¿Qué hora es? Preguntó.
—Casi las dos.
—¡Cuánto dormí!
—Señal de buena salud. Espero que le guste lo que preparé para comer.
—No se hubiera molestado.
—Ninguna molestia. Usted me invitó anoche y yo lo invito ahora. Un guiso de fideos como Dios manda. Buena salsa, algo picante y con osobuco para que no le falte la grasa para recuperar fuerzas.
—Se sentaron a la mesa y comieron. Alfredo dijo está bueno y más tarde aceptó un segundo plato.
—¿Sigue en pie lo de esta noche?
—Si usted no se ha arrepentido.
—No veo a los perros.
—Los domingos los llevo a la casa de Alfonso porque el ingeniero suele venir y no le gusta que anden dando vueltas.
—Debe estar contento su vecino.
—Tiene varios, ni los nota. No bien se va el ingeniero los busco. Hoy haré excepción porque quiero estar tranquilo cuando subamos a la montaña.
—Termino de comer y si usted me lo permite haré otra encarada a la laguna.
—No regrese demasiado tarde. Es mejor empezar a escalar temprano.
Alfredo, como la tarde anterior, intentó pescar en la laguna, cambiando de sitio, mirando el desplazamiento de las truchas, alrededor de la piedra, en los juncos, en las zonas limpias. Ni un pique. Desilusionado llegó a planear meterse en el agua, la laguna no era profunda, y podía atrapar alguna con las manos, pero desistió porque esos bichos que se desplazaban tranquilos, marchaban con rapidez apenas se les acercaba, con el agravante que el agua estaba helada. Cansado de moverse de un lugar a otro, preparó el mate y se sentó cerca de una caña. Se demoraba chupando con lentitud la bombilla mientras se preguntaba qué sucedería esa noche. “Apuesto que a último momento el viejo pondrá una excusa para no ir”.
La tarde llegó prolija, sin una brisa, cielo despejado y por el este apareció la luna. Al principio un segmento anaranjado, pero apenas superó el horizonte se transformó en un disco inmenso.
Alfredo cargó el Renault y se dirigió a la casa. Frente al rancho no había nadie. Tocó bocina. “El viejo se mandó a cambiar. Que disfrute. Lo esperaré media hora sino aparece regreso a San Luis”.
Antes que se cumpliera el lapso establecido el anciano apareció por la puerta del rancho.
—Supuse que se había ido.
—Perdone la demora Alfredo. Me estaba vendando las rodillas. Los años no pasan sin dejar huellas. Cuando trepo se me aflojan y duelen. ¿Usted está listo?
—Creo que llevo lo que necesito. Preparé la mochila con dos botellas de vino, un ungüento para las picaduras y algo para comer.
—Lo noto desabrigado.
—Pulóver, camiseta, camisa, pantalón de lana, botas. Para mí es suficiente.
—Si tiene otro pulóver o campera llévela. Arriba hace frío.
—Un peso adicional, pero si usted lo dice le haré caso.
Caminaron hasta el final de la huella que a esa altura era pura piedra. Después comenzaron el ascenso franco.
—Trate de no apoyar las manos en las ramas o en el suelo. Corre peligro de que lo pique una víbora.
El anciano abría el camino. Seguro, siguiendo los cauces secos o las rutas de los animales. Alfredo lo seguía, le costaba mantener el equilibrio y sentía el aliento acelerado. Tropezaba o se le doblaban los pies por la irregularidad del terreno. En algún momento pensó que don Sosa lo llevaba a un lugar para reírse por su falta de práctica. “Ya sé, espera que me canse y le pida que regresemos. No le daré el gusto”. De pronto uno de sus pies se encajó entre dos piedras y no pudo evitar apoyarse en un arbusto pequeño y pinchudo. Eso no fue todo. Del interior del arbusto salió un bicho con pinta de zorro que chilló y lo intentó morder rompiendo la campera que Alfredo llevaba en el brazo para después desaparecer con rapidez.
—¿Qué fue eso! —gritó Alfredo asustado.
—¿Lo mordió?
—No… me cortó una manga de la campera.
—Tuvo suerte. Una comadreja. Tienen dientes afilados y no aflojan cuando muerden.
—¡Si me agarraba el brazo me hubiera dejado el hueso pelado!
—¿Quiere regresar?
—Ahora menos que nunca. Siga caminando que prestaré más atención.
—Buena medida. Mire allá arriba, al lado de esa roca que se asoma al vacío ¿Alcanza a ver?
—La luna ayuda. Vacunos. ¿Cuál es el problema?
—Que ocupan la senda por la que vamos y no son amistosos. Tendremos que dar un rodeo grande si no queremos ser corneados.
—Esto viene a ser el fin del mundo. Solo falta que se presente el diablo.
—Ni lo mencione. Aquí la maldad no tiene lugar. Le aseguro que Virorco es un paraíso. Lo que no significa que cada uno cuide y defienda su lugar. Usted reaccionaría de la misma forma si desconocidos se metieran en su casa. Respetemos su lugar y esos animales ni se molestarán.
Después del rodeo obligatorio se aproximaron a la cima. Al llegar vieron a lo lejos las luces de la ciudad.
—No fue tan difícil don Sosa. Nos queda el último tramo hasta la hondonada.
—Hacia allá vamos. Como falta poco por qué no le damos unos piquitos a esas botellas que trae en la mochila.
—Con gusto. Tengo unas latas de picadillo.
—Siempre es bueno tomar con algo en el estómago.
—Se mantiene en forma —dijo Alfredo mientras descorchaba—A mí me tiritan las piernas. ¿Cómo anduvieron sus rodillas?
—Ni las sentí. El secreto es saber vendarse.
—Quiero decirle algo don Sosa. A esta altura ya no me importa que exista esa hondonada que usted dice. En estos dos días he aprendido mucho y me he sentido contento. He hecho cosas que nunca pensé hacer, como subir de noche a esta montaña. Creo que usted ha tenido que ver en mi cambio de ánimo. Una vez más se lo agradezco.
(*) Cuarta parte- Este texto forma parte del libro “Historias de San Luis: de gentes y de leyendas”.