Por Silvia Marina Reta (*)

La vida es un juego. 
Tiene un propósito.
No tengo duda.
 
La porfiada, insiste.
Pasamos varias veces por el mismo sitio
en una misma vida.
 
Caprichosa, incoherente y frenética.
Pregunta:
 
¿Quiere pasar al siguiente nivel?
Vuelva cien pasos.
Madure, cuestione y reformule.
Hable, con quién deba hablar.
Resuelva.
 
Es tiempo de cerrar este juego.
¡Felicitaciones!
Logrado, puede avanzar cien casilleros.
¡Siga participando!
 
Continúe.
 
Ahora la historia se repite en otro sitio.
Intento ganar el juego.
Uso mis reglas y mis tiempos.
No quiero oír,
del entender y resolver.
Me harta, consume y desborda, solo pensarlo.
 
Decidí en un momento de locura y angustia,
arrancar las páginas frustrantes de mi diario.
Las quemé con fósforos, una a una.
Las dejé caer dentro del inodoro.
Considerando
que la mugre debía convivir entre la mugre.
Pero esa tarde,
la sudestada empujó el río a la costa.
Se tomó el trabajo,
de recoger y devolver a la orilla,
todo lo que se había llevado.
 
Con la sudestada volvió el pasado.
Ese tumor maligno de mi alma.
No encontré remedio.
Repleta de desamor y olvido.
Me persigue el olor azufrado de una cerilla encendida.
No es justo.
 
Hablaré con la vida.
Entraré al juego.
Esta lucha interminable, no me hace gracia.
Así tenga que dar mil pasos atrás.
Iré al sitio que me indique.
Y hablaré con quién  corresponda hacerlo.
Prometo no esquivar pasos.
 
Debo cerrar este juego.

(*) Deseo continuar aprendiendo y escribiendo. Espero que la memoria no me juegue una mala pasada. Me apasiona poner en palabras todo lo que veo, huelo o percibo. Cuando escribo, me siento con poderes únicos, que me atribuyen dar vida o muerte a personajes locos, inexistentes que los convierto en creíbles y humanos.