Expresiones de la Aldea, La Aldea y el Mundo, Notas Centrales

Mirar al otro

Reflexiones sobre la lectura de la Encíclica “Laudato Si”

Por Cecilia Daract

Profesora de Letras

Esta Encíclica nos interpela en lo más profundo de nuestros hábitos sociales naturalizados. Se vuelve más claro que no conformamos una unidad social que potencie a todos sus integrantes y vamos incorporando conductas que privan de derechos a algunos sectores sociales y menoscaban su autoestima.

No somos una  sociedad ecológica. En la naturaleza todas sus partes participan de una dinámica que permite el equilibrio del todo y la vitalidad de las partes que lo conforman. En nuestras sociedades  hay sectores que funcionan como el cáncer, crecen indefinidamente, sin función, sin sentido tampoco para sus propias vidas, en una guerra ciega de acumulación y poder que va exprimiendo las energías de las grandes mayorías y del planeta, no pudiendo ver que si continúan ya no tendrán recursos para explotar ni seres humanos que consuman para vender. Necesitamos crear una nueva ecología social.

Esenciales invisibles

Actualmente los sectores que realizan las tareas más duras son los que durante la pandemia se llamaron irónicamente “trabajadores esenciales” y sin embargo son los peor pagados, como los enfermeros, basureros, trabajadores rurales, entre otros. También sucede con los trabajadores manuales, la mayoría informales, como los albañiles, jardineros, campesinos. Está naturalizada la invisibilización de sus derechos, se los  utiliza para los trabajos más duros y se les paga miserias en nombre de que «cualquiera podría hacerlo» cuando no es verdad.

El trabajo manual es menospreciado en nuestra sociedad y es el sostén de todas las actividades. En todos los ámbitos vemos repetirse esta injusticia de la desvalorización de la tarea manual. Las tareas del cuidado que históricamente se le asignaron a la mujer y que son tan esenciales para el sostenimiento de la vida, siempre fueron no remuneradas y tampoco valoradas, se supone que son un “no trabajo”. 

Se piensa, en función de las jerarquías de poder establecidas, que la tarea intelectual es superior. Parece que hay un grupo que solo «piensa» y otro que hace. Ninguno de los dos se favorece con esta división porque no se sabe bien la complejidad de la ejecución de las tareas ni se tiene en cuenta la opinión (a la hora de hacer proyectos o cambios) de quienes  las ejecutan, estas personas podrían aportar puntos de vista y observaciones muy enriquecedoras para cualquier planificación. Además el aporte del trabajador a la organización de su trabajo le permitiría reflexionar sobre lo que hace e interesarse por su formación para mejorar y transformar su propia tarea.

Miraba hace un tiempo en Mendoza cómo construían unos albañiles un edificio alto en una zona cara. Escuchaba sus voces alegres en un día de calor en el que yo trataba de caminar por la sombra. Parecía no afectarles como a mí, y estaban al rayo del sol del mediodía, en andamios, pasando los baldes y los materiales con una agilidad y maestría sorprendente. Y allí pensé: ellos son los ejecutores reales de la planificación de los arquitectos pero en  los reconocimientos públicos de la obra, y en las ganancias, sólo van a figurar los arquitectos, ingenieros e inversores, los reconocidos en las jerarquías creadas por el sistema.

Festejarán la terminación de la obra en lugares caros bajo los flashes de los medios que los felicitarán sin ni siquiera pensar en los que expusieron diariamente sus vidas con salarios de miserias, para realizarla. Esto se replica en todas las actividades de nuestra sociedad. Y nada podría hacerse sin ese trabajo ocultado y no reconocido.

Recuerdo también, y hablo de cincuenta años atrás, cuando en el campo de mi padre se hacía la vacunación del ganado. Los gauchos de la zona venían a colaborar como en actitud festiva, era una prueba de hombría y se medían y miraban entre ellos. A ellos les tocaba la parte ardua, enlazar y tirar al suelo al animal y luego venía el patrón con la inyección y la colocaba. Una vez, un animal se soltó en el momento de la vacuna, quizás era parte de una treta picaresca de ellos, y mi tío salió corriendo alrededor del palenque y ellos sonriendo con picardía, le decían: hágale una gambeta… y se reían.

“Los constructores”, por Jacob Lawrence (1947).

Allí se veía que sabían de su valor y que el respeto hacia el patrón era más económico que real, pero naturalizaban que ese era su lugar cuando eran los verdaderos conocedores de todas las actividades del  campo y de sus ciclos, de la llegada del puma cebado, al que salían a buscar con solo un cuchillo y los perros… Yo era chica y los admiraba secretamente, y había cosas que no se podían decir, porque eran parte de las relaciones asimétricas existentes sobre las que no se quería responder.

Esto sigue igual,  los trabajadores rurales y manuales tienen conocimientos, conocen la práctica, son valientes y sufridos, pero están abajo viviendo con lo mínimo y sin poder hablar sobre su modo de ver las cosas, algo que sería útil para los que mandan y para poder comprobar que sí tienen conocimientos, porque es conocimiento y se le ha negado esa categoría.

Este saber no viene de los libros y universidades que muchas veces entorpecen la inteligencia con el exceso de datos,  y más que abrir la cabeza, la cierran con criterios dogmáticos. En los libros, lo aprendido no viene del contacto con la realidad y se toma como dogma, como criterio de  autoridad según las jerarquías impuestas en el mundo intelectual y a veces, por eso, le falta la flexibilidad del conocimiento construido sobre la vida, ese que cambia la realidad.

Más allá y más acá del paisaje

Cuando la Encíclica habla del paisaje urbano y sus implicancias me acordé de Sergio. Un linyera que vivió en la ciudad de San Luis rondando las calles durante veinticinco años. Era parte del paisaje urbano. La gente se cruzaba al verlo, tal vez por su olor, y a veces le daba algo de comer que recibía en silencio.

Era joven, un poco pelirrojo y con una melena y barba larga. Lo veía y quería preguntarle qué le pasaba, pero sentía vergüenza y algo de miedo. Un día improvisaron un parador en una parroquia para darle una cama de noche a los que estaban en la calle, alguien trajo a Sergio, lo bañaron, le cortaron el pelo, lo vistieron con ropa limpia y estuvo siempre sereno y callado.

Cuando el parador cerró después del invierno, nos dimos cuenta que no era bueno que volvieran a la calle y menos Sergio, del que habíamos podido averiguar que se había venido de Mendoza a los veinte años y había estado internado diagnosticado con esquizofrenia. Esto nos convocó a hacer una Asociación Civil para gente desamparada y allí vive. Está con tratamiento y es de una bondad y dulzura increíble. No habla pero entiende y hace todo. Cuándo lo miro pienso en cuáles son los criterios de la psiquiatría para decidir sobre la normalidad, quizás San Francisco hoy estaría con tratamiento.

Esta historia nos interpeló mucho a todos, lo habíamos visto años como parte del paisaje y ahora es Sergio, viene a veces a comer a casa, tiene una familia que no pudo apoyarlo, tiene una historia, es tan humano como cualquiera de nosotros. ¿Qué nos pasó tanto tiempo que no podíamos verlo? ¿Cuántos Sergios siguen en las calles?

Vuelvo a citar al poeta puntano, de mi tierra, Antonio Esteban Agüero, cuando en una parte de un largo poema titulado Preludio Cantable, dice, refiriéndose a una “cultura” que nos alejó de la vida:

Vosotros: los traidores,
minúsculos estetas
que destiláis veneno de una rosa
destruida por pintores abstractos,
vosotros, los selectos,
los exquisitos
los asépticos y asexuados
que escribís para el oído electrónico
de los robots mecánicos,
¿por qué no bajáis de las torres
y quemáis las heladas bibliotecas
donde guardáis ratones y mentiras
y hundís vuestros barcos
y volvéis a la tierra nuevamente,
a caminar descalzos
por la tierra desnuda y poderosa,
sucia de pueblo y polen,
impura de animales,
hojas secas
y barro…?

“La costurera”, por Jacob Lawrence (1946).