TABACO NOCTURNO
Por Héctor Peñaloza (*)
La habitación donde dormía es hoy el lugar en el que reposan viejos muebles de coloración caoba y blancuzcos. A veces me recuesto en la cama. Hoy la siesta o el intento de esta, fue allí. El techo me ofrece los vestigios de una construcción antigua y por partes.
Como estalactitas, el revoque va desprendiéndose de los parantes de madera y los ladrillos parecen gajos a vivo. El olfato justifica en parte el olor a humedad heredada de lo que fuera la casa de los tíos de al lado; aunque creo que fue una mala praxis del techista. Algunas grietas me dicen que debajo de ellas empecé a escribir poesías una noche de agosto.
En esta familia se heredan espacios pero nunca algún bien. Mi exilio en ella, que era propiedad de mis abuelos, comenzó en julio de 1995. Si bien nací y viví aquí hasta mis seis años, volví casi adolescente. En mi infancia, antes de mudarme, vivíamos abuela Rosa, tía Azucena, mamá, el menor de los hermanos de mi abuela, de nombre Edmundo, más conocido con los apodos de “Jilguero” o el “Brujo” y yo.
En aquel entonces Edmundo estaba separado de su esposa y era padre de tres hijos a los que veía poco. Era un hombre alto, con las venas que le sobresalían de su piel, de mirada triste y una generosidad sin escalas.
La suma de las soledades lo llevó a una profunda depresión que matizaba con alcohol y tabaco. En ese abanico de mandatos y espacios heredados aterricé en esta habitación con muebles en reposo a los doce años.
Edmundo fue mi primer peluquero y aún conservo el espejo frente al cual él se afeitaba. Al igual que yo se exilió aquí en lo de mi abuela, a quien trataba de usted o de comadre. Nunca se tutearon.
Su llegada fue mientras la casa dormía. Las gallinas cacareaban alborotadas y alertaron el ladrido desaforado de Diana, la ovejero alemán que estaba en el patio.
— ¡Un ladrón!—dijo tía Azucena al tiempo que me acurrucaba en su pecho. Mi abuela tomó un cuchillo y salió al patio con más miedo que coraje. Después de unos años me contarían que una voz dijo:
—No se asuste comadre soy yo.
Era Edmundo, que en su estado de embriaguez entró por el tapial. Luego del susto, según contaron, terminé durmiendo en la cama de mi abuela. A la mañana siguiente vine a esta habitación y me detuve al ver unos pies enormes.
Desde entonces Edmundo y yo nos contemplábamos en silencio.
Silencio que él rompía cuando armaba sus cigarrillos y le hablaba al tabaco; en otras ocasiones lloraba mientras lustraba sus borceguíes, era como que la nostalgia y el diálogo solo los concebía con ellos.
Cuando él murió, yo llevaba pocos días allí y unos meses después heredé la habitación.
Hay noches en las que percibo el aroma a tabaco recién cortado y por las mañanas, un sutil hedor a pomada fresca va dando vueltas bajo la mirada de este techo antiguo y descascarado.
(*) Soy Héctor José Peñaloza. Puntano de nacimiento. Sagitariano, primer decanato, Luna en leo y ascendente en piscis; vaya dosis de agua ante tanto fuego. Los viernes por la tarde plasmo mis garabatos junto a los “Silenciosos Incurables”.