Expresiones de la Aldea, San Luis

LA QUINTA

Por Jorge O. Sallenave (*)

Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. 

A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. 
“Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. 

A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. 

“Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”) 

LA VOZ

La araña de patas largas se deslizó sobre la suave tela que unía las ramas del acacio hasta que estuvo sobre la cabeza de los hombres y del joven. Allí tejió, y a medida que lo hacía, fue soltando su cuerpo al vacío.

—Te voy a convencer rápido —afirmó Chino apoyando la mano de Martín sobre el tronco del árbol y desplazando a Epifanio con su cuerpo—Si no querés hablar estás en tu derecho—dijo y clavó la sevillana en la mano del joven con tal fuerza que la hoja, luego de atravesarla, se hundió en la corteza.

El grito atravesó el parque como un vendaval, dejó atrás los nogales desnudos, recorrió las hondonadas y fue a apagarse en el monte virgen al pie de las sierras. La araña detuvo el descenso. Cipriano escuchó en el sueño el alarido y preguntó quién era el que tanto sufría. La Voz en el aljibe protestó.

—Mirá qué coincidencia—dijo Chino, vos hablabas de Dios y parecés crucificado.

Epifanio mantuvo el grito del joven aún después de que se había consumido en las sierras. Supo que no detendría a Chino. Resuelto sacó su arma y apuntó a la cabeza de Martín. Como le habían enseñado: “Deje que su pulso se afirme. No se apure. La seguridad viene desde adentro y se traslada al caño de su arma. Una sola línea entre la mira y el objetivo. Recién entonces acaricie el gatillo”. Disparó. La cabeza del muchacho rebotó contra el tronco del acacio dejando una mancha de sangre en la corteza.

Chino tardó en comprender lo que había sucedido, pero cuando lo hizo se volvió hacia Epifanio y lo encimó como si fuera a agredirlo.

—¿Estás loco? ¿¡Cómo se te ocurre matarlo!?

Epifanio, indiferente, guardó el arma y se dirigió a la casa.

—¿Qué hacemos? —preguntó Lobito, todavía junto al cuerpo de Martín.

—Encargate—respondió Chino.

—¿Por qué yo?

—Porque te divierte y yo quiero hablar con el viejo. Así fue como Lobito quedó solo bajo el acacio. Del baúl del automóvil sacó una manguera y un bidón. Luego abrió el tanque de nafta, introdujo la manguera y chupó. No bien llenó el recipiente, regresó junto al acacio y tiró con fuerza de la sevillana. Tomó el cuerpo por los pies y lo arrastró por el terreno engramillado hasta los galpones. Recordó que su encendedor no le servía de nada y decidió buscar fósforos en la casa. “Total no se va a escapar”, dedujo burlonamente.

—¿Terminaste? —preguntó Chino al verlo aparecer.

—Todavía no… pero en minutos será una hoguera. Necesito fósforos para la fiesta.

Epifanio metió su mano en el bolsillo, sacó su encendedor y se lo ofreció a Lobito:

—Mi colaboración.

—Has colaborado de maravilla —replicó Chino y tomando a Lobito del brazo agregó:

—Vamos… te ayudaré con la fogata.

Los dos hombres cruzaron el patio de ladrillo, rodearon el aljibe y se encaminaron hacia los galpones. Al llegar allí Lobito se detuvo de improviso.

—¡No está! —exclamó mirando sorprendido el suelo engramillado. Hizo un rodeo para luego volver al punto de partida repitiendo—¡No está! ¡No está!

—Si es una broma… con el viejo tengo suficiente.

—Yo lo dejé aquí—respondió el otro e inició un nuevo recorrido. Como el resultado fue negativo, extendió su búsqueda hasta la tranquera del fondo.

Lobito miró en dirección a los nogales desnudos, pero la lluvia y la noche oscura Solo le permitieron visualizar escasos metros más allá de la tranquera. “El pibe estaba bien muerto. No puedo equivocarme en eso. Alguien se lo llevó”, dedujo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo y no porque estuviera mojado hasta los huesos, fuera otoño y la noche fría. En ese momento recordó lo sucedido en el sótano y sin saber por qué lo relacionó con la desaparición del cadáver. “¿Cómo se me ocurre? ¿Desde cuándo creo en fantasmas? ¡Solo eso me falta! ¿Por qué no pudo ser un perro? yo no creo en espíritus”. Pero él creía y regresó al lado de Chino mirando con temor a los costados.

(*) Quinta parte