LA QUINTA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Los personajes y los hechos mencionados en esta obra son ficticios. A Francisco S. que no dudó en preparar el suelo y plantar nogales. “Si tanto sorprende la vida, cuánto más ha de sorprender la muerte”. A Eduardo S. por mostrarme La Quinta. “Distinto era el caso del hombre que lo sostenía. Él tenía alma, estaba vivo y convencido de que en sus brazos cargaba al Redentor” (De la novela “El Club de las Acacias”)
ELLA SABE
Tiene siete años y en la primavera cumplirá ocho. “No podré tenerte en mis brazos”, bromeaba su padre la tarde pasada cuando recorría el fondo de La Quinta. “No se alza a una señorita” declaraba, cargándola sobre la espalda para que ella cortara las hojas recién nacidas de los nogales e imaginara que al festejar su cumpleaños crecería de golpe hasta tocar el cielo. “Quedan pocos días”, decía su padre sorteando de un salto una acequia repleta de helechos y menta.
“Tres posibilidades” anunciaba su madre la noche anterior al servir la cena. “Te daré una pista” agregaba su padre: “Tiene ojos grandes, resopla y corre rápido como el viento”. Clarisa, la niña, sonreía y simulaba el relincho de un caballo. “Piensa que le regalaremos un caballo”, deducía su padre con cara de asombro. “¡Un caballo! nuestra niña sueña”, replicaba la madre desde la cabecera de la mesa. “Se llamará Rayo”, afirmaba Clarisa escondiendo su rostro detrás de una botella. La noche anterior.
Esa mañana, recién despierta, sabe que sus padres han muerto mientras ella dormía. No se pregunta por qué sabe eso. No tiene necesidad de hacerlo. Segura de lo que sabe se levanta y calza sus chinelas con forma de conejo. Alza su oso de felpa. Va hasta el dormitorio de sus padres y entra. La cama está tendida. Luego se dirige a la sala, donde comieron la noche anterior. La mesa no ha sido levantada. “Mamá no tuvo tiempo”, reflexiona. Entra en la cocina. Todo está desordenado, la vajilla sin limpiar, las ollas sucias. Abre la heladera y toma un jarro con leche. Intenta prender el gas. Le cuesta. Luego de varios intentos se enciende la llama. Vuelve a la sala y desocupa una esquina de la mesa. Acomoda una taza, el recipiente del café, una cuchara, la azucarera. Prueba la dureza del pan y elige el más blando. Se acuerda de la manteca y la trae. La leche hierve y busca una agarradera para retirar el jarro del fuego. Se sienta a la mesa, coloca el oso de felpa apoyado en el frasco de café y mira hacia afuera.
Tiene ganas de llorar, pero se reprime. Los castaños están floridos. El sol se refleja en flores amarillas. El primer sorbo de café golpea en su garganta y regresa. Pero no está dispuesta a quebrarse. Corta una rodaja de pan, la unta con manteca y come. Mientras mastica, acaricia con sus dedos los ojos de plástico del oso de felpa. Piensa en muchas cosas hasta que recuerda la escuela: “¿Cómo haré para ir? ¿Quién me llevará?”.
Por primera vez en esa mañana sonríe. Ha decidido no ir a la escuela. Se quedará en La Quinta, jugará con los perros del casero, recorrerá el fondo, se bañará en la pileta y recordará a sus padres. Cipriano la ayudará con las compras. “¿Y la plata?” se pregunta asustada, pero al momento siente alivio. Recuerda la caja en el fondo del ropero.
Corre hasta la habitación y verifica. Abre la caja y arroja el contenido sobre la cama: pequeños fajos de billetes, una estampa de la Virgen, doradas monedas. Ha dejado de pensar en sus padres. Ya no acaricia el oso de felpa. Imagina un caballo manso, negro, de crines y cola larga, esperándola en la tranquera del fondo. Ella se le acerca, el animal baja la cabeza para que lo acaricie entre las orejas. Quiere comprobar si es cierto lo que imagina. Va a la habitación y se viste.
En la zona oeste de La Quinta, Cipriano se lava la cara en una palangana. Con las manos refriega su rostro curtido. Luego se peina. Como tiene el pelo duro y abundante, usa la misma agua para achatarlo. Bastón se estira bajo el parral, Caldo se revuelca. El invierno, que está a punto de terminar, los ha adelgazado. Cipriano trae una pava, un colador remendado, una taza y tortas de grasa. Mientras prepara el mate cocido piensa: “No debieron hacerlo. Ahora está sola. ¿Qué haré con una niña tan pequeña? Si mi hija viviera aquí…”. No concluye la idea. En el camino bordeado de álamos, cerca de la tranquera, un caballo negro de larga cola sacude la cabeza y relincha. “Tendré que revisar los alambrados. Por algún lado se metió”, reflexiona tratando de recordar a quién pertenece el animal. Se da por vencido: no lo ha visto antes.
En el aljibe, en realidad un pozo en desuso, la Voz recrimina al joven que la escucha: “No puedes sentirte mal por lo que no has vivido. No estarías más satisfecho si hubieras muerto a su edad”, dice indicando la piel cargada de sanguijuelas. “Tus sentimientos no la salvarán…”, se interrumpe, porque un ruido extraño, tal vez un relincho, la distrae. Luego suspira y agrega: “Quizás me equivoco, pero alguien pretende influir en los hechos y me molesta”.
En el acacio, una mosca cae en la red tejida por la araña de patas largas. La presa ve avanzar a su captora e intenta liberarse. La araña llega a su lado. La cubre con baba y comienza a chupar su vida, pero de pronto, en mitad de la tarea, se detiene. Como los otros moradores de La Quinta advierte la presencia del caballo negro y sospecha.
Clarisa es rubia, de cabello fino y largo, con trenzas. Cuerpo menudo. La piel en extremo blanca, como si desconociera el sol. La niña sale al patio de ladrillo. Hay perfume de plantas en primavera. Mira hacia el acacio gigante, luego hacia los durazneros y ciruelos florecidos. Se sienta en el muro de piedra laja de espalda a las sierras. En esa dirección se encuentran la tranquera y, un poco más atrás, el caballo negro. Como enfrenta a la galería, recuerda que allí solía jugar con sus padres a la pelota. Por ese recuerdo se sabe sola, y también que le será difícil jugar. Cipriano le parece viejo y los perros poco cariñosos. Por eso duda si le conviene dejar la escuela donde hay recreos y juegos. “Pronto cumpliré ocho años, seré grande y no me interesará jugar” concluye, pretendiendo cubrir la ausencia que la rodea.
En La Quinta, sin que Clarisa lo note, suceden estos hechos: Cipriano comienza a recorrer la distancia que lo separa del caballo negro. Deja atrás el parral y transita el sendero que lleva a la tranquera del fondo. La Voz, calla. Las sanguijuelas se sueltan de la piel que cubre las rocas del aljibe. Rayo, el caballo, espera.
Clarisa se pone de pie, deja el osito de felpa en el muro que divide el patio de ladrillo del terreno engramillado y se vuelve. Cuando descubre al animal, cierra y abre los ojos, quiere saber si no se engaña. El animal sigue en su lugar. Lo llama con sorda intensidad: “¡Rayo! Supone que un grito podría espantarlo. El caballo también la ha visto, relincha y cruza su cabeza por encima de la tranquera, estirándose lo más que puede. Cipriano y Clarisa llegan a la tranquera al mismo tiempo. El hombre con su paso demorado, la niña corriendo.
Rayo ignora al peón y resopla sobre la cabeza de Clarisa. Esta eleva sus manos pequeñas tomándolo de las quijadas. Caldo y Bastón se muestran indecisos, dan vueltas en círculo con la cola entre las patas, quejándose con ladridos entrecortados.
—Buen día niña —dice Cipriano.
Ella no responde.
—Debió entrar por el fondo—arriesga el hombre preparando el lazo.
Clarisa se apresura a mentir y dice que es un regalo de sus padres. Cipriano sabe que Clarisa miente, pero no puede demostrarlo.
—Y ellos ¿dónde están? —pregunta para que la verdad aflore.
—En la ciudad. Volverán mañana—responde la niña convencida de que ha fijado un plazo eterno.
El peón mira de soslayo. Pregunta entonces si no tiene miedo de estar sola.
—No lo tengo. Usted, sus perros y Rayo me acompañan—le responde acariciando el belfo del animal.
—Si es tuyo…—accede claudicando.
En el aljibe, la Voz se vuelve hacia el joven que la escucha: “Ya ves. No es conveniente guiarse por prejuicios. Anoche suponíamos que la muerte de sus padres la dejaba a la deriva. ¿Qué opinas ahora? Se defiende con sutileza. ¿Si estoy molesta? No ganaría nada con negarlo. Me perturba ese aliado imprevisto que entorpecerá nuestra empresa. ¿Si es posible que de este lado haya dos bandos? No sé qué responderte. Es algo que desconozco. Me inclino por una respuesta afirmativa para justificar mi desconfianza hacia ese animal que la acompaña. ¿Cuál sería el objetivo de nuestros enemigos? Ante tal interrogante Solo tengo una respuesta: asegurar la vida. Impedir que al final del día se reúna con nosotros”.
Clarisa pide a Cipriano la cuerda que lleva. Rodea el pescuezo del animal y lo conduce hasta el centro del terreno engramillado. Allí se sienta. El caballo, inmenso a su lado, comienza a comer el pasto tierno de primavera.
Cipriano observa la escena. Contradictorios pensamientos lo asaltan: “Quizás muera bajo sus patas. ¿Cuál es mi obligación? ¿Debo cuidarla? Nada se me ha dicho. Si no fuera esclavo de lo que prometí, no dudaría en tomarla entre mis brazos”. Con este pensamiento, seguido por sus perros, se dirige hacia su casa. Cuando está a punto de perderla de vista dice: “Que sea lo que ellos quieran”.
Llega la tarde y Clarisa sigue sentada al lado del caballo. No ha sentido hambre ni la ha molestado el sol. Durante esas horas ha hablado sin cesar: de la ciudad, de las razones por las que sus padres compraron La Quinta, del oso de felpa, de la alegría que siente al caminar bajo los nogales. También le ha dicho a Rayo que el atardecer la entristece. Que la penumbra le recuerda cosas feas. Le confiesa que sufre recordando la ausencia de sus padres. “No podré verlos más. Por crecer los he perdido”. Al decir esto, saca un pañuelo del bolsillo y suena su nariz.
La Voz comenta: “Nada es definitivo. Ni en la vertiginosa vida, ni en la quieta muerte. Pronto, muy pronto, olvidarás los recuerdos que se te pegaron al morir bajo el acacio. Es mi obligación advertirte que de este lado te dejarás seducir por la misma idea de permanencia.
(*) 8va entrega