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TIERRA BALDÍA

A 100 años del poema de Thomas Stearns Eliot, un análisis de su impacto cultural

Por Gustavo Romero Borri

Este poema, con sus diversas secciones, es más que un poema: es un libro compuesto por cuatrocientos treinta y cuatro versos. Quizás por eso, a cien años de su aparición pública, se lo celebra como tal. En esa dirección Thomas Stearns Eliot es más que un poeta; es un pensador y un crítico que supo en su momento establecer el lugar substancial que tenía y tiene la poesía, o la lírica, como elemento sostenedor de la cultura.

Tierra Baldía obedece a una serie de preceptos intelectuales que el poeta supo plasmar inolvidablemente en un poema extenso que sorprendió al ambiente lector de su época. Creo que este poema es un alegato en favor del hombre sumergido en un ambiente histórico nihilista. El poeta supo captar ese abatimiento, que era el suyo propio, y darle una suerte de redención a través del poema.

Ha dado que hablar y, lo que es más importante, que pensar a varias generaciones de lectores que exceden la lengua inglesa.

No es fácil dar con casos como éste en la tradición poética del Siglo XXI. Pienso ahora en cinco que por sus magnitudes podrían parecérsele: “El Cementerio Marino” (1920), de Paul Valery; “Altazor” (1931), del chileno Vicente Huidobro; “Antología de Spoon River” (1915), del norteamericano Edgar Lee Masters; “Muerte sin fin”, del mexicano José Gorostiza. Y para aproximarme a mi país, y más aún a Cuyo, evoco el legendario poema “Piedra Infinita” (1935), del mendocino Jorge Enrique Ramponi.

De todos estos libros o poemas largos, como quiera nombrárselos, “La Tierra Baldía” fue como una lanza que clavó en la tierra de las letras el secreto y austero poeta Thomas Eliot. El reducido círculo de lectores que tomaron contacto primero con este texto advirtieron su novedad. Mucho tiempo debió pasar para que esa novedad se convirtiera en habitualidad.

Pero estoy seguro que cualquier lector joven, como yo lo era cuando lo descubrí, experimentará similar asombro porque todo lo que se enuncia en sus versos tiene vigencia ahora. Esa nombradía que obtuvo el poema-libro, más otros escritos suyos anteriores y posteriores, lo condujeron a obtener el Premio Nobel de Literatura de 1948 cuando él, según sus biógrafos, ni en sueños imaginaba merecer ese galardón. Él era un hombre formal y esquivo; “cordial pero distante” como se autodescribe en unos versos.

En la ceremonia de la Academia sueca se lo presentó  como “el líder y adalid de una nueva época en la larga historia de la poesía mundial”. En una conferencia ante la prensa dijo que, cuando se enteró del premio, había experimentado “…las emociones normales de exaltación y vanidad…y el placer del elogio y exasperación por el inconveniente de que, de un día para otro, a uno lo han convertido en una figura pública”.

Percibir y transformar

Dicho esto, es fácil inferir que este poema ha sido objeto de análisis innumerables que han tratado de interpretar su hermetismo a lo largo del siglo XX. Tengo en mi biblioteca varios de esos estudios. Ninguno suplirá la impresión inicial que generó en mí la lectura del poema. Podemos explicar infinitamente un poema pero no ese contacto personalísimo entre sus palabras y el lector. La experiencia estética es tan transformadora como la experiencia religiosa. No dudo que después de haber leído a Eliot cambió mi percepción de la poesía y es probable que haya influido en mi propia creación posterior. Mi libro “Ley Oscura”, compuesto por dos poemas extensos lo escribí bajo el influjo de Eliot.

Una obra de similar complejidad, pero perteneciente al ámbito de la novelística y que se dio a conocer el mismo año de la aparición del poema de Eliot es “Ulises” de James Joyce. Al terminarlo su autor dijo: “He escrito un libro para mantener ocupados a los críticos por al menos cien años”. “La Tierra baldía” creo que pertenece a esa clase de obras que siempre nos interpelan. Quizás esa sea la razón que nos llevan a nombrarlas como “clásicas”. Es clásico aquel texto literario que puede sobrevivir a la época de su recepción y trascender ese momento. La Tierra baldía pertenece a ese rango. 

Cualquiera que en este tiempo quiera interiorizarse sobre la poesía elotiana o sobre el pensamiento que tenía este autor sobre el valor de la poesía en la cultura, puede llegar a ello con cierta facilidad. Veo en la web muchos libros subidos, además de testimonios en YouTube. Cuán distantes nos quedaban estos libros en tiempos en que algunos lectores de mi generación descubríamos a Eliot. Ahora todo se ha vuelto más accesible.

Los libros de él y sobre él que están en mi biblioteca, en el momento de adquirirlos eran como perlas conseguidas en el fondo del mar. Muchos de ellos ahora están digitalizados. Cuando era joven había cierta épica en eso de dar con libros y/o traducciones inconseguibles. Quienes no nos conformábamos con leer las novedades del mes último explorábamos las catacumbas de ciertas librerías más o menos marginales en busca de tesoros. En esas catacumbas debo haber encontrado los libros de Eliot y al menos tres traducciones diferentes de “La Tierra Baldía” que comparábamos entre sí para verificar cuál nos parecía más leal al original.

Es sabido que en su versión primera el poema era el doble de largo. Fue Ezra Pound, a pedido de su autor, quien le efectuó cortes quirúrgicos al texto reduciéndolo a la mitad de su extensión. La intervención atinada de Pound causó el agradecimiento de Eliot a quien le dedica el poema con la expresión “al mejor orfebre”.

Alguien de nuestro grupo apareció un día con unas fotocopias donde figuraban al margen de las pruebas de imprenta las tachaduras y reducciones efectuadas por el orfebre sobre el texto de Eliot. Leer esas correcciones hechas “por un grande a otro grande” nos fue revelador.

El “Caso Eliot”

En el itinerario de mis lecturas erráticas recuerdo la emoción diferente que me provocó encontrar este libro en mi camino. Digo diferente porque fue una emoción a la vez estética e intelectual.

Corrían los años noventa y vivía en Buenos Aires. Aclaro que el hallazgo lo hicimos en simultáneo con un amigo y emprendimos juntos estas lecturas. El “Caso Eliot” era, para nosotros, un enigma. Pasaron varios años hasta que se tradujo la inigualable biografía de Peter Ackroyd. Hasta una película muy bien lograda sobre su vida apareció después.

El poeta Alberto Girri era el único que había traducido la totalidad del poema al castellano argentino. Yo tenía acceso a él a través de otros amigos mayores que lo trataban con asiduidad. Nada me costó conseguir su teléfono, llamarlo y plantearle mi inquietud. Con toda amabilidad me atendió, escuchó y obsequió un ejemplar de su traducción.

Al descubrir “La Tierra Baldía” quedé atrapado por su misterio. No fue un poema sólo para ser leído, sino para ser estudiado. Mientras trataba de descifrar sus claves quise saber más sobre su autor. Y ahí descubrí no sólo a un poeta sino una mentalidad poética superior a las que había conocido hasta entonces. Mi deslumbramiento fue iniciático porque nunca antes había leído un poema de tan variada riqueza.

Leer a Eliot me permitió la experiencia no sólo de emocionarme ante una voz poética singular, sino entender o tratar de entender el sustrato cultural, histórico y espiritual desde dónde nacía esa voz. La atmósfera y el ánimo social de ese tiempo posterior a la Primera Guerra Mundial se traslucía con nitidez y belleza en el desarrollo del poema. A su vez, su estructura innovadora me hacía comprender el sentido de las vanguardias en el arte de comienzos del Siglo XXI.

Como corresponde a un arte que utiliza el lenguaje como herramienta expresiva, la ruptura mayor de Eliot era con el lenguaje. Romper con el modo tradicional precedente le permitía a Eliot arribar a otros territorios de la mente, y también a otros senderos infrecuentes para encontrar la belleza. Hasta llegar a Eliot yo entendía que la gran poesía debía estar sostenida por un “Yo” poderoso, omnisciente, enfático y dueño de una retórica indiscutida. Mis lecturas de Neruda y de los españoles como García Lorca, Machado, Hernández, Rubén Darío o el mismo Borges me llevaban a pensar y a sentir que la poesía era eso o que debía tender, irremisiblemente, a eso. Con Eliot fue diferente.

Advertí que en “La Tierra Baldía” la voz del poeta no se nos viene encima sino que subyace en las tramas del texto, en los subsuelos de la palabra podría decirse, como la voz de una conciencia sensible que otorga unidad y sostén a toda su variada estructura de temas y de ritmos.

Me fascinó el método compositivo utilizado por su autor, la participación en el poema de muchas voces, casi como en una obra teatral; voces aparentemente fragmentarias que eran hilvanadas y sostenidas por esa voz poética distante pero firme que mencioné al principio.

Somos hijos de lo que vivimos y de lo que leemos. Eliot es para mí un amigo mayor, lejano pero perdurable en mi memoria. Una memoria que siempre vuelvo a visitar.