Un siglo de días posibles
A cien años de la publicación de Ulises, de J. Joyce
Por Pedro Bazán
Una pequeña partícula de arena, redondeada, deslizándose -junto a millones similares- hacia el sur más central de la clepsidra.
Insidiosamente 2022 concluye, y antes que esa partícula de arena se deslice definitivamente hacia el tiempo total; hemos de hablar de Ulises, de James Joyce y del incorruptible código de las letras.
Todo.
Todo pasa en la calle y en un día.
En un libro que aparece en 1922, exactamente el día en que su autor cumple 40 años, en el mismo año que Marcel Proust, deja el testimonio.
Esa confabulación inspira un siglo de letras, conduce al lenguaje a través de cloacas sublimes en Dublin, Irlanda, y eleva a Joyce a la categoría de imprescindible.
En rigor, es menos de un día, ese nuevo viaje a inicios del Siglo XX, que inicia otro Ulises en la piel de Leopold Bloom.
La simple hipótesis de ser una mera analogía de la Odisea de Homero es atravesada por el desborde de un talento único.
Buscamos claridad y citamos a Jorge Luis Borges:
“Es indiscutible que Joyce es uno de los primeros escritores de nuestro tiempo. Verbalmente, es quizá el primero. En el Ulises hay sentencias, hay párrafos, que no son inferiores a los más ilustres de Shakespeare o de Sir Thomas Browne”.
¡Oh!
Borges no era un hombre que abundaba en elogios. Sin embargo, en el desenredo de una lógica simetría, dialogó con Joyce en el tiempo y las ideas.
“El celeste árbol de las estrellas”, era una imagen que al sensible poeta Jorge Luis Borges le resultaba fascinante, para narrar la bóveda estelar.
Preciso y lúcido, Borges -el ensayista-, establecerá una línea de partida para tratar el tema:
“Yo (como el resto del universo) no he leído el Ulises, pero leo y releo con felicidad algunas escenas (…). La plenitud y la indigencia convivieron en Joyce. A falta de la capacidad de construir (que sus dioses no le otorgaron y que debió suplir con arduas simetrías y laberintos) gozó de un don verbal, de una feliz omnipotencia de la palabra, que no es exagerado o impreciso equiparar a la de Hamlet o a la de Urn Burial”.
Junto a los grandes poetas de la lengua inglesa, heredero de sus mejores obras, exiliado del mundo en su propio cráneo; ahí está James Joyce.
Imaginen por un momento a un hombre capaz de narrar exactamente en el tiempo y en el espacio en el que ocurre el instante, todo el tiempo. Precisamente ahora y el 16 de junio de 1904.
En algún momento, quizás en el próximo rincón oculto de este texto, deberán quedar las citas a un lado. Y si Ustedes lo desean, hasta podemos describir la misma historia.
Permítanme entre tanto, que insista en la pluralidad de voces que confluyen en Joyce.
Anthony Burgess, dirá en el ensayo Re Joyce:
“Junto con Shakespeare, Milton, Pope y Hopkins, Joyce sigue siendo el modelo más elevado en que ha de fijarse todo aquel que aspire a escribir con propiedad. Pero, una vez leído y absorbido un solo ápice de la esencia de este autor, ni la literatura ni la vida vuelven a ser las mismas de nuevo”.
¡Oh! ¡Oh!
El viaje de un hombre es el viaje de todos los hombres, desde el principio de los tiempos, todo el tiempo.
La novela es el pálido reflejo de un oficinista y contiene al Universo en plenitud.
De una manera tan compleja y bellamente ejecutada, que aún, un siglo después, descubrimos códigos secretos, números mágicos y fechas escondidas, en la sublime creación de Joyce.
El 16 de junio de 1904 demuestra literariamente, que un hombre de Dublin puede pertenecer a todos los pueblos humanos, judíos y griegos, arrojados a interpretar la vanguardia en plena construcción.
Mientras remonta el sol de cada día.
Un mayor y más bello elogio persiste un siglo después: Ulises es una obra hermosa, repleta de escenas graciosas, sutiles, brillantes, sonoras.
Sí. Es verdad.
Y es verdad que Joyce, hacedor de múltiples literaturas, merece aplausos por todas ellas.
Un artífice de los escasos, cuyo nombre corona un soneto, por ejemplo.
James Joyce En un día del hombre están los días del tiempo, desde aquel inconcebible día inicial del tiempo, en que un terrible Dios prefijó los días y agonías hasta aquel otro en que el ubicuo río del tiempo terrenal torne a su fuente, que es lo Eterno, y se apague en el presente, el futuro, el ayer, lo que ahora es mío. Entre el alba y la noche está la historia universal. Desde la noche veo a mis pies los caminos del hebreo, Cartago aniquilada, Infierno y Gloria. Dame, Señor, coraje y alegría para escalar la cumbre de este día. Cambridge, 1968, Elogio de la sombra, Jorge Luis Borges (1969).
Y como en la suma de los instantes escribe y reescribe fragmentos el transcurrir, van aquí sólo fragmentos de “Ulysses” (“Ulises”), de James Joyce.
(…) Sombras vegetales flotaban silenciosamente en la paz de la mañana, desde la escalera hacia el mar que él contemplaba. Partiendo de la orilla, el espejo del agua blanqueaba, acicateado por fugaces pies luminosos. Blanco seno del oscuro mar. Los golpes enlazados, de dos en dos. Una mano pulsando las cuerdas de un arpa que funden sus acordes gemelos. Palabras enlazadas, blancas como olas, rielando sobre la sombreante marea.
Una nube empezó a cubrir el sol, lentamente, oscureciendo la bahía con un verde más intenso. Estaba detrás de él, un cántaro de aguas amargas. La canción de Fergus: la canté solo en la casa, sosteniendo los acordes largos y tristes. La puerta de ella estaba abierta: quería escuchar mi música. Con una mezcla de temor, respeto y lástima me acerqué silenciosamente a su lecho. Lloraba en su cama miserable. Por esas palabras, Esteban: amargo misterio del amor.
¿Ahora dónde?
Sus secretos: viejos abanicos de plumas, tarjetas de baile con borlas espolvoreadas de almizcle, una charrería de cuentas de ámbar en su cajón cerrado con llave. Cuando era niña, en una ventana asoleada de su casa pendía una jaula. Escuchó cantar al viejo Royce en la pantomima de Turco el terrible y rió con los demás cuando él cantaba:
Soy el muchacho
que goza
de la invisibilidad.
Júbilos reliquiaduendeperdidos: almizcleviejoperfumados.
Y no más arrinconarse y cavilar.
Duendeperdidos en la memoria de la naturaleza con sus juguetes. Los recuerdos acosan su mente cavilosa. Su vaso lleno de agua de la cocina, cuando hubo comulgado. Una manzana rellena de azúcar negra, asándose para ella en el hogar en un oscuro atardecer de otoño. Sus uñas bien formadas enrojecidas por la sangre de los piojos aplastados en las camisas de los chicos.
En sueños, silenciosamente, ella vino después de muerta, su cuerpo consumido dentro de la floja mortaja parda, exhalando perfume de cera y palo de rosa, mientras su aliento cerniéndose sobre él, con palabras mudas y secretas, era como un desmayado olor a cenizas húmedas.
Sus ojos vítreos, mirando desde la muerte, para sacudir y doblegar mi alma. Sobre mí solo. El cirio de las ánimas para alumbrar su agonía. Luz espectral sobre el rostro torturado.
Su respiración ronca ruidosa, rechinando de horror, mientras todos rezaban arrodillados. Sus ojos sobre mí para hacerme sucumbir:
“Liliata rutilantium te confessorum turma circumdet iubilantium te virginum chorus excipiat”.
¡Vampiro! ¡Mascador de cadáveres!
No, madre. Déjame ser y déjame vivir.
— ¡Kinch, ahoy!
La voz de Buck Mulligan resonó desde la torre. Vino desde más cerca de la escalera, llamando otra vez. Esteban, temblando todavía por el grito de su alma, oyó la escurridiza y cálida luz del sol, y en el aire palabras cordiales detrás de él.
—Dedalus, baja, pronto. El desayuno está listo. Haines está pidiendo disculpas por habernos despertado anoche. Todo está bien.
—Ya voy —dijo Esteban volviéndose.
—Ven, por Jesús —dijo Buck Mulligan—, por mí y por todos nosotros.
Su cabeza desapareció y reapareció.
—Le hablé de tu símbolo del arte irlandés. Dice que es muy ingenioso. Pídele una libra, ¿quieres? O mejor: una guinea.
—Me pagan esta mañana —dijo Esteban.
— ¿En la puerca escuela? —dijo Buck Mulligan—. ¿Cuánto?
¿Cuatro libras? Préstanos una.
—Si la quieres —dijo Esteban.
— ¡Cuatro brillantes soberanos! —gritó Buck Mulligan con deleite—. Vamos a agarrarnos una gloriosa borrachera, para asombrar a los druidosos druidas. Cuatro soberanos omnipotentes.
Levantó la mano y descendió a saltos por la escalera de piedra, cantando una tonada con acento cockney:
¡Oh!, ¿no nos vamos a divertir
tomando whisky, cerveza y vino,
en la Coronación,
en el día de la Coronación?
¡Oh, qué buen rato vamos a pasar
en el día de la Coronación!
Que maravilloso es encontrarnos en el tiempo de nuestras vidas, que nos tocó, en un semanario, en una provincia mediterránea, de un continente lleno de perversidad, ideas sobre la existencia cómo estás “en el desenredo de una lógica simetría, dialogó con Joyce en el tiempo y las ideas.” Gracias Bazán. Gracias La Opinión.