La felicidad está en otra parte
Por Agustina Bordigoni
Cristina desconectó todos los aparatos a los que su madre estaba enchufada. Años habían pasado midiendo sus niveles de oxígeno, sus pulsaciones y observando su reacción ante diferentes situaciones. La tomó de la mano y la acomodó en el auto a toda velocidad. Manejaron durante algunas horas, hasta que encontraron un lugar en la playa, completamente desierto. Allí nadie las podría localizar.
El ruido de los sensores seguía retumbando en los oídos, pero no había aparatos alrededor. Casi no soplaba el viento y parecía que las olas no querían interrumpir ese momento de paz extrema. No había teléfonos, llamadas ni mensajes de emergencia. Los corazones latieron vigorosamente, el aire entró con más fuerza y ningún doctor podía venir ante cualquier síntoma de alarma. Reinaba, únicamente, un silencio cómplice, un silencio sin ruido.
En el canasto tenían agua, galletitas y un chocolate, de esos que en teoría son tan perjudiciales para la salud, pero que en la práctica hacen tanto bien. Lo devoraron con el mismo apuro de cualquier niño ante el temor de ser descubierto. Como cualquier niño al que le dijeron que eso estaba prohibido, y al que nunca le explicaron el porqué. Era fácil rebelarse ante una orden que no tenía ningún sentido.
Leyeron las páginas de un libro, miraron las estrellas, hablaron como siempre: sin hablar.
La felicidad era tan completa como en los buenos tiempos, un poco más quieta, tal vez. Nada estaba perdido si todo se podía volver a inventar.
Caía la noche y el insomnio desapareció. Nadie logra conciliar el sueño entre la tensa calma de los hospitales y el olor a medicamentos que vienen y van. Esta vez, y por fin, durmieron profundamente, sin más que un saco que las cubrió del frío. Sin embargo, estaban lo suficientemente cubiertas.
Al despertar recordaron anécdotas, la última en particular. La cara de médicos y enfermeras desconcertados y pensando que no podrían aguantar la huida, que volverían a los pocos minutos para pedir ayuda. Había que atesorarla tanto como aquellas en las que arruinaron recetas, avergonzaron a la otra mirando sin disimular, dijeron cosas sin ningún sentido.
Ahora, la situación era diferente. Ya no había recetas, porque poco podían probar. Ya no había miradas disimuladas porque la vida transcurría entre cuatro paredes y las caras eran siempre las mismas. Había que encontrar oportunidades –porque siempre las hay–. Una nueva forma de convivir con lo ridículo, de reír, de equivocarse. También de llorar.
Subieron al auto y decidieron continuar. Volver a la triste realidad de los aparatos, que vista desde el mar no era tan triste al final.
La Universidad de Harvard lleva años investigando la felicidad. El estudio, denominado “Desarrollo Adulto”, comenzó en 1938. Durante décadas algunos jóvenes fueron monitoreados por sus alegrías y tristezas, su estado físico y emocional. Los descendientes de los primeros voluntarios que participaron de los experimentos son examinados ahora. Se trata del estudio más largo del mundo en cuanto a felicidad se trata.
Robert Waldinger, uno de los psiquiatras que llevan adelante el proyecto, dijo que “la calidad de nuestras relaciones es el mayor predictor de nuestra felicidad y salud” sobre todo “a medida que envejecemos”. Afirmó, además, que “nunca es tarde para ‘energizar’ esas relaciones o construir conexiones nuevas”.
En el camino de vuelta pararon por un café. Uno de verdad, no descafeinado. Se rieron tanto que los niveles de felicidad en sangre crecieron a niveles exponenciales. Entendieron que esta nueva etapa de la vida no cambiaba lo que eran en realidad.
Las universidades y los médicos pueden estudiar las mediciones de los aparatos, la presión arterial y el impacto del chocolate en los niveles de azúcar, pero hay cosas imposibles de medir.
La felicidad en los tiempos difíciles también existe. Es cuestión de buscar en aquellos lugares donde nadie más la ve.