La nota
Olga Appiani de Linares (*)
Entramos a tomar un café, por más que sé que nos va a salir un ojo de la cara y lo más probable es que sea una porquería. Pero con el fresquete que hace, y esto de tener que andar por la calle buscando una nota, una historia de vida, como le dicen los de producción, para el “Rincón de la Gente”… no queda otra.
Sin duda, necesito ese café. Para colmo, ya falta poco para que oscurezca y no me entusiasma ni medio andar yirando por esta zona, con las caripelas que veo alrededor nuestro. Menos mal que no estoy solo, aunque la cámara de Miguel pueda despertar intereses inconvenientes en alguno de esos que parecen recién salidos de Batán. Julio, el chofer del móvil, prefiere quedarse en él, dice que si a alguien se le ocurre venir a chorearle el coche les va a dar como para que tengan, y señala el fierro que, desde hace tiempo, acompaña nuestras giras.
El local no está mal, considerando el barrio. Y se está calentito adentro. Pedimos un par de cafés. Miguel, que siempre tiene hambre, añade al pedido un tostado de jamón y queso. Para acompañar, dice, si no seguro que el feca me da acidez. Mejor, así tardaremos un poco más en salir de nuevo a la calle. Aunque se ponga oscuro.
Hay pocas mesas ocupadas.
Una parejita al fondo, ella habla, él parece distraído, me da la impresión de que le interesa más lo que ve en el celular que lo que la piba le dice. ¿Puedo sacar una nota de ahí? No sé, de última sí, aunque tenga que inventarme algo. Con tal de terminar el día de una buena vez, Miguel no se va a oponer. La joda será conseguir que ese par diga cualquier cosa que pueda usarse para el micro del noticiero. Veremos.
Entra una mujer, cincuentona calculo, de ojos duros y boca triste. Mira como buscando a alguien, después va hasta la caja y pregunta algo que no alcanzo a oír. El tipo detrás del mostrador sacude la cabeza, negando. La mujer insiste y él se encoge de hombros. Puede que la mina lo insulte o se queje, andá a saber, él vuelve a mover la cabeza reiterando la negación ya con fastidio, y al final alza la voz y dice ¿lo ves acá, Mabel? ¿No que no? ¿Cómo querés que yo sepa dónde carajo está ese pendejo? Parece como si a la mujer se le achicara el cuerpo, como si algo la estuviera hundiendo en el suelo de mosaicos imperturbables. Después se da vuelta y de camino a la puerta pasa junto a nosotros, murmura hijo de puta, es tu hijo también, y pienso que ahí sí que habría una nota, pero no voy a correr atrás de ella si todavía no me tomé el café y Miguel va por el segundo sánguche. Además, no me parece que la tal Mabel esté de ánimo para respondernos nada. Y el de la caja… menos. Yo, la verdad, no me animaría a interrogarlo, tiene cara de pocas pulgas. Si encima es de los que, cuando oyen nombrar a nuestro canal, se brotan… Mejor ni intentarlo.
Hay otra pareja atrás nuestro, estos son más viejos. Ninguno habla. Ella mordisquea una medialuna, él mira por la ventana, cada uno en su mundo.
Aunque la tengo casi al lado, recién me fijo en otra cliente cuando pasa la mesera con una torta que deposita en su mesa. No una porción. Una torta entera. ¿Para una sola persona? Si pensara llevársela se la habrían envuelto, me digo. Pero no. Ahí está la torta, enterita, acompañada por un plato, un tenedor y un cuchillo. Mucha torta para un solo comensal.
Me intriga. Más todavía cuando la veo abrir el monedero y sacar un paquetito que al abrirse revela un atadito de velas. Color rosa, minúsculas, de esas que se usan para cumpleaños. Cuento ocho.
La mujer las distribuye sobre la torta. Del monedero surge ahora una caja de fósforos. De una en una, pese al temblor de sus manos, no sé si de nervios o por alguna de esas enfermedades de mierda que acechan a los viejos o a cualquiera, si vamos al caso, fósforo tras fósforo, enciende las velas con la misma calma con que las acomodó.
No puedo dejar de mirarla. Giro la cabeza para ver si Miguel sigue ensimismado en su refrigerio y compruebo que comparte mi curiosidad.
La mujer cierra los ojos mientras las velas titilan en la luz menguante de la tarde. Pienso que está pidiendo un deseo, como hacemos todos siguiendo una tradición de origen y razones inciertas. Cuando los abre empieza a cantar. Feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños a ti, feliz cumpleaños, Adela, feliz cumpleaños a ti…
La voz trémula se enhebra al silencio del bar y, de alguna manera impensada, nos lastima.
Veo a la parejita del fondo acercarse a la solitaria cumpleañera mientras suman sus voces a la de ella. La camarera también se agrega al mínimo coro y hasta el urso de la caja acompaña desde allí, palmeando el mostrador como marcando el ritmo del canto.
El ruido de las sillas a mis espaldas me indica que tampoco la pareja mayor ha podido permanecer ajena; tras abandonar la medialuna y la ventana se agregan al insólito convite de una soledad que estremece.
Le digo a Miguel que empiece a filmar, que ahí tenemos la nota, ¿qué hacés que no me das bola?, insisto. Pero mi compañero dice no, viejo, no, a la mierda la nota, y se pone de pie, se acerca a la mujer, la abraza, y le susurra felices ochenta, nona, como si fuera de verdad la abuelita que nunca tuvo, el pobre, y veo cómo lo mira ella, cómo le brillan los ojos, no sé si de llanto o de alegría, mientras todos le copian el abrazo a Miguel y la camarera trae más platos porque la cumpleañera ya está cortando porciones para todos, como si de pronto le hubieran aparecido un nieto, una familia entera, así de la nada, para hacerle una fiesta sorpresa.
Y yo pienso que me voy a pedir otro café, a ver si me saca este sabor amargo de la boca que no supo sumarse a la canción.
(*) Este relato fue uno de los ganadores del certamen en homenaje a Jorge Sallenave e integra la Antología