REALISTA Y MÁGICA
Isabel Allende Llona nació el 2 de agosto de 1942 en Lima (Perú) mientas su padre, Tomás Allende Pesce, se desempeñaba como embajador de Chile en ese país.
Desde niña su familia le inculcó la afición por las letras. Ya de adolescente Isabel se inclinó por el periodismo, estudios que realizaba a la par del inicio de la escritura de sus primeras obras de teatro y cuentos infantiles. Ya periodista se desempeñó también como columnista y redactora en diferentes medios de prensa chilenos.
En 1973 Isabel debió abandonar su país junto a su familia a causa del golpe militar de Ausgusto Pinochet, que terminó con el asesinato de su tío Salvador, hasta entonces presidente chileno.
Instalada en Caracas, comienza intensamente su carrera literaria. Es allí donde escribe “La casa de los espíritus” (1982), una obra que se convierte en best seller en una gran cantidad de países americanos y es posteriormente traducida a 35 idiomas. Su libro tiene mucho que ver con la dictadura de la que debieron huir.
Dos años después de ese gran éxito literario, Allende publica “De amor y de sombra”, una obra que también hace referencia al violento y convulso escenario chileno de la época: la historia comienza en una explotación minera, con el hallazgo de una tumba clandestina en la que yacen sepultados los restos mortales de campesinos asesinados durante la dictadura militar. En el medio, una relación amorosa va siguiendo el hilo de los asesinatos.
Su vida estaría puesta allí también, como en sus libros, ante los ojos del mundo. Tiempo después la novelista contó: “la novela se basa en mi propia familia. Aunque es la historia de una familia, también se trata de la historia de un país.
Isabel escribió otras obras como Eva Luna (1987), El plan infinito (1991), Paula (1994), Afrodita (1998), Hija de la fortuna (1999), Retrato en sepia (2000), La ciudad de las bestias (2002),
Mi país inventado (2003), El reino del dragón de oro (2003) El bosque de los pigmeos (2004)
El Zorro: Comienza la leyenda (2005), Inés del alma mía (2006), La isla bajo el mar (2009), y El cuaderno de Maya (2011).
Su primera obra, aquella que la llevó a la fama (y que además se basaba en sus propias vivencias), fue adaptada al teatro y al cine con el mismo nombre. “La casa de los espíritus” se trasladaría a la pantalla grande en 1993 bajo la dirección del sueco Bille August y la interpretación de un elenco compuesto por Meryl Streep, Glenn Close, Jeremy Irons, Winona Ryder, Antonio Banderas y Vanessa Redgrave.

Su vida estaría puesta allí también, como en sus libros, ante los ojos del mundo. Tiempo después la novelista contó: “la novela se basa en mi propia familia. Aunque es la historia de una familia, también se trata de la historia de un país. El micromundo de la familia refleja el macromundo del país donde yo vivía, Chile. Aunque está narrada de una forma ficticia, exagerada, y tomo prestados personajes de otras familias, y algunos de los personajes están creados a partir de dos personas diferentes o de la vida de uno y el carácter de otro, yo los conocía a todos. Fue como largo ejercicio de nostalgia, de memoria, de resucitar a los muertos, de reunir a quienes habían ido a parar a todas partes del mundo tras el golpe militar. Los conocía tan bien que muchos de mis parientes dejaron de hablarme”.
La casa de los espíritus
Isabel Allende (1982)
Fragmento
Barrabás llegó a la familia por vía marítima, anotó la niña Clara con su delicada caligrafía. Ya entonces tenía el hábito de escribir las cosas importantes y más tarde, cuando se quedó muda, escribía también las trivialidades, sin sospechar que cincuenta años después, sus cuadernos me servirían para rescatar la memoria del pasado y para sobrevivir a mi propio espanto. El día que llegó Barrabás era Jueves Santo. Venía en una jaula indigna, cubierto de sus propios excrementos y orines, con una mirada extraviada de preso miserable e indefenso, pero ya se adivinaba —por el porte real de su cabeza y el tamaño de su esqueleto— el gigante legendario que llegó a ser. Aquél era un día aburrido y otoñal, que en nada presagiaba los acontecimientos que la niña escribió para que fueran recordados y que ocurrieron durante la misa de doce, en la parroquia de San Sebastián, a la cual asistió con toda su familia. En señal de duelo, los santos estaban tapados con trapos morados, que las beatas desempolvaban anualmente del ropero de la sacristía, y bajo las sábanas de luto, la corte celestial parecía un amasijo de muebles esperando la mudanza, sin que las velas, el incienso o los gemidos del órgano, pudieran contrarrestar ese lamentable efecto. Se erguían amenazantes bultos oscuros en el lugar de los santos de cuerpo entero, con sus rostros idénticos de expresión constipada, sus elaboradas pelucas de cabello de muerto, sus rubíes, sus perlas, sus esmeraldas de vidrio pintado y sus vestuarios de nobles florentinos. El único favorecido con el luto era el patrono de la iglesia, san Sebastián, porque en Semana Santa le ahorraba a los fieles el espectáculo de su cuerpo torcido en una postura indecente, atravesado por media docena de flechas, chorreando sangre y lágrimas, como un homosexual sufriente, cuyas llagas, milagrosamente frescas gracias al pincel del padre Restrepo, hacían estremecer de asco a Clara.
Era ésa una larga semana de penitencia y de ayuno, no se jugaba baraja, no se tocaba música que incitara a la lujuria o al olvido, y se observaba, dentro de lo posible, la mayor tristeza y castidad, a pesar de que justamente en esos días, el aguijonazo del demonio tentaba con mayor insistencia la débil carne católica. El ayuno consistía en suaves pasteles de hojaldre, sabrosos guisos de verdura, esponjosas tortillas y grandes quesos traídos del campo, con los que las familias recordaban la Pasión del Señor, cuidándose de no probar ni el más pequeño trozo de carne o de pescado, bajo pena de excomunión, como insistía el padre Restrepo. Nadie se habría atrevido a desobedecerle. El sacerdote estaba provisto de un largo dedo incriminador para apuntar a los pecadores en público y una lengua entrenada para alborotar los sentimientos.
—¡Tú, ladrón que has robado el dinero del culto! —gritaba desde el púlpito señalando a un caballero que fingía afanarse en una pelusa de su solapa para no darle la cara—. ¡Tú, desvergonzada que te prostituyes en los muelles! —y acusaba a doña Ester Trueba, inválida debido a la artritis y beata de la Virgen del Carmen, que abría los ojos sorprendida, sin saber el significado de aquella palabra ni dónde quedaban los muelles—. ¡Arrepentíos, pecadores, inmunda carroña, indignos del sacrificio de Nuestro Señor! ¡Ayunad! ¡Haced penitencia!