Expresiones de la Aldea, San Luis, Tertulias de la Aldea

El TRAPICHE

Por Leticia Maqueda

Los veranos de la infancia y adolescencia tienen en mi memoria el color de las sierras y el olor de los ríos y plantas de nuestra pequeña geografía. Tal vez sea porque en el paisaje serrano de El Trapiche, transcurrían las ansiadas vacaciones.

            A fines de los años 50, este era  pequeño y antiguo pueblito asentado en un verde valle entre las sierras. Tenía arboledas frondosas y un río de agua  transparente que, saltando de piedra en piedra rumoroso y serpenteante, atravesaba la comarca dividiéndola en dos Bandas. A ello se unía el encanto rural de sus habitantes no contaminados por hábitos ciudadanos.

            Para llegar era necesario recorrer un largo camino de tierra que, como una cinta parda desplegada a cielo abierto, atravesaba un paisaje de azuladas sierras lejanas y campos que eran a los ojos, suave alfombra en la que se dibujaban amarillos girasoles, verde alfalfa en danza con el viento y doradas trenzas de maizales.

            Cuando finalmente se llegaba a destino, daban la bienvenida la sombra fresca de los nogales y los olmos, álamos altivos, callecitas con fragancia de pinos, y los sauces mojando sus ramas en el río.

             Las vacaciones de la infancia en ese lugar, tuvieron la magia del descubrimiento de la vida oculta en la naturaleza,  del zumbido  de incontables insectos invisibles a la hora del sol del mediodía, del brillo de la mica en las piedras de las sierras, del agua fresca del arroyo, del canto de los pájaros diferente según la hora, del aroma a yuyos ,a tierra húmeda, de las mariposas revoloteando entre las flores silvestres, del musical repiqueteo de la lluvia en el techo de zinc, de las noches estrelladas y ¡tanto más! .

            Todo era novedad interesante y divertida. No había agua corriente, por lo que en las casas estaba la bomba manual con la que se sacaba el agua del aljibe que subía al tanque. El agua para beber se buscaba en los “ojos de agua”en los que llenábamos botellones con agua helada y pura recién brotada de las rocas.

            Las noches sin luz eléctrica tenían la magia de los “sol de noche”, de las lámparas a Kerosén y de las velas que se encendían con las primeras sombras del atardecer. El aire era entonces fresco y la azul y silenciosa oscuridad del campo se cubría de un manto iridiscente y danzante de luciérnagas, que apresábamos en frascos pensando que podíamos guardar su luz. En el cielo oscuro titilaban millones de estrellas que vestían la noche con un manto brillante.

            Como no era fácil llegar  y tan solo podías hacerlo en auto o en el mítico colectivo “El Puntano”, no había en aquel entonces mucho turismo. Este se reducía al que acogían las dos hosterías que existían: la Hostería Trapiche y Los Sauces. Después estaban, dispersas de uno y otro lado del río, las casas de los lugareños y las que pertenecían a  familias que las utilizaban en los veranos o bien que se alquilaban por la temporada.  Se partía al campo los primeros días de enero y se regresaba a fines de febrero. Eran días felices de vida familiar y de juegos con amigos, algunos de los cuales solo veíamos en los veranos porque vivían en otras provincias, con ellos se fue generando en el tiempo  una  amistad que perdura hasta el hoy tan diferente.

            Los días completos eran para incursionar por lugares diversos y desconocidos, escalar alguna sierra, andar a caballo, o ir a pescar a la cola del dique. El río era nuestro por las tardes y sumergirse en sus aguas transparentes  un placer compartido por todos.

            Como no se viajaba diariamente a la ciudad sino tan solo de vez en cuando, todos los alimentos que se consumían tenían sabor local. Muchos de ellos se compraban en el almacén de Xacur que era un típico almacén campesino, en el que se vendían no solo alimentos sino también aquellas cosas que la gente de campo necesitaba para sus tareas.

Era un lugar penumbroso en el que siempre había  paisanos comprando o bien canjeando sus productos por otras mercancías. Comprábamos allí diariamente el pan casero y los domingos, las empanadas de “la Queca Xacur” competían por lo ricas con las de “la Cornelia”. Ya a fines de la década de los años 60, se hicieron famosas las empanadas y el pan casero inigualable de Hilaria.

            Por las tardes, bajaba de la sierra doña Alberta, con sus ropas campesinas y montando de costado su caballo. Traía consigo un enorme canasto cubierto con un mantel blanco impecable en el que venían los bizcochos blanqueados, que hacían las delicias de las tardes al regreso del río. A veces solía traer también quesillos que comíamos asados rociados con azúcar.

            Cada tanto a la noche, llegaban las tormentas eléctricas con truenos retumbantes y abundante agua. Entonces, el manso arroyo transparente se transformaba en un río marrón embravecido que arrastraba ramas, animales y  lo que encontraba a su paso.

Todos íbamos a ver “la creciente” que varias veces se llevó el puente colgante de madera que unía las dos bandas del río frente a la policía.  

A veces de día llovía mucho en la sierra y no en el pueblo, entonces un paisano a caballo pasaba galopando y gritando ¡viene la crece, viene la crece! para que todos salieran del agua y se resguardaran. Se escuchaba entonces un bramido sordo y una masa de agua marrón turbulenta como una gran ola, avanzaba arrasando todo a su paso.

            El Centro Cívico nucleaba la oficina de correos, la policía y el lugar en donde estaba el único teléfono que existía en El Trapiche. A la oficina de correos íbamos a buscar las cartas que se guardaban ordenadas por letras en casilleros. El teléfono estaba en una habitación abierta. Era un aparato cuadrado grande adosado a la pared. Había que pedir la comunicación y esperar a veces dos o tres horas por una llamada de larga distancia.

            Los veranos de la adolescencia tuvieron en Trapiche un encanto especial. Ya para ese entonces el camino estaba asfaltado y era más fácil llegar. Éramos un grupo enorme de adolescentes y jóvenes que disfrutábamos del encanto campesino del lugar.

            Todos los programas eran en barra, íbamos juntos a bañarnos a la Toma, al Remanso a Río Grande, Los 7 Cajones o al Dique. A veces nos reunía algún asado, una cabalgata en común y hasta una vez, la filmación casera de una película de vaqueros  en el pueblo abandonado de la Florida.  

Remanso

            Por las tardes, el lugar de reunión con amigos, allegados y aún con los nuevos visitantes  que llegaban y se acercaban, era  la pirca que bordeaba el río al frente de “La Botica”. Allí se producían los encuentros, los contactos, las nuevas amistades, los acuerdos para la noche, ya fuera un fogón a la orilla del río en donde todos cantábamos folklore, y tocábamos la guitarra bajo el cielo oscuro encendido de estrellas, o bien quedábamos de ir a bailar.

Primero el lugar para bailar fue  la “Gata Blanca” un lugar al que concurrían los lugareños y en el que, en un patio de piso de cemento rodeado de mesas de latón, bailábamos sin descanso algunas músicas de moda que se mezclaban  con pasodobles, rancheras y tarantelas. ¡Como nos divertíamos!

            Varios años después, y ya cuando lo urbano había comenzado a llegar al Trapiche, se inauguró el Miau Miau. Un lugar distinto que hizo furor y muchos desde la ciudad llegaban a la noche a bailar allí. El regreso de madrugada a la casa, era a la luz de las linternas, pues solo de tanto en tanto entre los árboles, en alguna esquina, un farolito que se balanceaba era toda la iluminación. La oscuridad y los sonidos propios de la noche lo cubrían todo.

El murmullo del río acompañaba el regreso y más de uno cruzándolo en la oscuridad por las piedras de las precarias pasarelas, se fue al agua en medio de la risa de todos.

            ¡Cuántas historias de vida y anécdotas encierra El Trapiche! Cuántos noviazgos, amores y desamores, rupturas y amistades se tejieron en esas tardes de Botica, en el río, en los atardeceres fragantes de pinos y de tierra húmeda, en esas noches de guitarreada y baile.

            Un día sin que nos diéramos cuenta, el tren de la vida nos llevó por otros andenes y otras estaciones. La fisonomía del lugar fue adaptándose a la realidad de los tiempos.  

Hoy son otros los vecinos y otras las costumbres y la vegetación ya no tiene la frondosidad de antaño. No obstante, el camino sigue bordeando el río y algunos de los viejos árboles que nos vieron de niños y adolescentes,  aún están con sus troncos añosos y frondosas copas.

Lugares en otro tiempo llenos de vida, dejaron de existir o bien tienen hoy una pátina de silencio y olvido, como la vieja Botica que nos reuniera en tantos días felices, o las  hosterías Trapiche y Los Sauces que ya son tan solo un recuerdo. El río cristalino con su caudal más disminuido que en aquel entonces, aún atraviesa el pueblo cantando entre las piedras de rostro antiguo.

             El encanto perdura a través del tiempo y  cuando quienes allí vivimos momentos imborrables caminamos por la vieja calle junto al río, el recuerdo entrañable de estaciones de vida que la memoria guarda, regresa devolviéndonos por momentos aquel tiempo en que, junto al río y los árboles frondosos, descubríamos el dulce sabor de la vida.