Expresiones de la Aldea, San Luis, Tertulias de la Aldea

MEMORIAS DE LA CIUDAD

Por Leticia Maqueda

En la ciudad pequeña, la que estaba comprendida entre las cuatro avenidas y a las que, desde la centralidad de la Plaza Pringles, se llegaba fácilmente caminando, los usos y costumbres permanecían y pasaban de generación en generación con mínimos cambios.

En las décadas de 1950 y 1960 yo alcancé a vivir ese estilo de vida sencillo que todos compartíamos. Nos llegaba por tradición comunitaria, y tenía el marco de una ciudad con una arquitectura bella y homogénea de casas grandes, que habían sido pensadas para albergar a toda la familia si era necesario.

Quienes vivimos en San Luis en esos años, conocimos esas casas hoy ya casi inexistentes, cuyas puertas de calle quedaban sin llave desde la mañana hasta la noche, porque no había peligro alguno, y  porque hospitalariamente se recibía a los vecinos que a veces se cruzaban para conversar, sin tener que tocar el timbre.

Tenían habitaciones que se sucedían una al lado de la otra y puertas que se abrían a galerías o patios con parrales, y enredaderas con jazmines. Algunas en su parte de atrás, poseían un espacio grande al que llamaban “fondo”. Allí podía haber algún nogal, un árbol de nísperos, algún duraznero o limonero, una morera, una higuera, y tal vez una enredadera de hiedra. Sin diseño alguno de cuidado jardín, crecían libres las rosas, los malvones, las margaritas, y en macetas rústicas de cerámica colocadas en encantador desorden, los geranios. Algunos tenían una pequeña huerta y en un rincón un gallinero del que se recolectaban diariamente los huevos recién puestos que se consumían en la casa. Solía haber también una leñera que guardaba la leña para las estufas en las que el fuego ardía en los crudos días de invierno.

Las casas de antaño tenían habitaciones que se sucedían una al lado de la otra y puertas que se abrían a galerías o patios con parrales, y enredaderas con jazmines. Algunas en su parte de atrás, poseían un espacio grande al que llamaban “fondo”.

Como la infancia no participaba del mundo de los adultos, tenía en esos fondos y en los patios, un lugar propio en el que los árboles se convertían en casas, y el espacio libre permitía poner en acción con pocos elementos, todos los juegos que la imaginación ordenaba.

Salir de la casa era encontrarse con calles tranquilas por las que pasaban pocos autos. En ellas eran personajes habituales, los que cotidianamente ofrecían sus oficios y mercancías. Recuerdo que cuando una melodía de  flauta, que reconocíamos como la del afilador se colaba por las ventanas, tomábamos los cuchillos y las tijeras desafiladas y le llamábamos. El afilador se detenía y su rueda giraba y giraba sacando pequeñas chispas. Por las tardes, el  lechero que venía de “puestos” de los campos cercanos, traía en tachos de aluminio la leche recién ordeñada. Algunos dejaban en el zaguán la jarra para que el lechero la llenara, y debajo el dinero que correspondía al pago que nadie osaba robar. Otros salían a esperarlo con las lecheras, en ellas vertía la leche que olía a campo y a vaca. Había que hervirla, y como cumpliendo un ritual, era necesario hacerlo tres veces con la espuma subiendo hasta el borde del recipiente sobre el fuego. Después, la nata amarilla se sacaba cuidadosamente y se batía hasta convertirla en manteca.

El panadero llegaba en las mañanas con el pan tibio y crocante, y también algunas panaderías ofrecían sus delicias.  

Cada uno tiene de esto un recuerdo diferente, mi memoria guarda el sabor de las inigualables galletitas duras de Borsoto y las exquisitas tortitas de grasa de Odicino. ¡Qué hermoso fue este tiempo en el que todo era simple! Se consumían las verduras y frutas de la estación, y la espera de meses para saborear cada una de ellas hacía que tuvieran un sabor inigualable. ¡Cómo olvidar las naranjas dulces y fragantes que venían de Luján, y el sabor  de los tomates, de los duraznos y damascos, de los higos y las tunas que arribaban en el verano desde las quintas cercanas, y el de todas las verduras que llegaban de la tierra a la mesa, y no sabían de la hibridez de los tiempos congelados!

En el mes de julio, una gran nevada solía cubrir la ciudad y las sierras con un denso manto blanco. Los niños y los adolescentes salíamos a hacer muñecos de nieve y a jugar a la guerra de bolas de nieve en los patios, veredas y plazas.

Y qué decir de los dulces que en cada casa se hacían según la estación: en invierno de naranja y membrillo, y en verano de damascos, duraznos e higos, el arrope de uva para comer con queso criollo y hacia el final del verano, casi entrando en otoño, el de alcayota, al que se le agregaban nueces. Despensas penumbrosas en las que se mezclaban aromas, guardaban junto a otros frutos, los frascos con dulces en cascos, en panes o mermeladas. ¡Cómo se disfrutaban en el postre, y en las meriendas, o cuando llegaban recién hechos de la mano de algún amigo “para que prueben”!.

Cada estación del año tenía su particularidad. El otoño dorado cubriendo campos, patios y veredas con hojas rojizas nos hacía gozar en los días tibios y plácidos, del esplendor de la naturaleza y del aroma de la hojarasca ardiendo.

En invierno, el viento Chorrillero sacudía las copas de los árboles, puertas y ventanas. Por las mañanas ir a la escuela, era una aventura helada caminando por veredas a veces cubiertas de escarcha. La calefacción que hoy conocemos no existía.

Estaban las estufas a leña y las de kerosene que solían incendiarse, y, más adelante, las de gas con garrafa.

La red de gas natural no había llegado aún a nuestra ciudad. Hacía frío, ya sabíamos que era así, y lo aceptábamos viviéndolo con naturalidad en la casa, en la escuela o donde estuviéramos. Los días de lluvia en nuestro clima siempre fueron escasos en invierno, por eso cuando llovía, aunque fuera solo una lluvia suave, por este acontecimiento excepcional: ¡se suspendían las clases! Eran días de mirar la lluvia tras el vidrio, de jugar a algún juego de mesa, o de leer los libros de la colección Robin Hood, disfrutando el sabor de las tortas fritas.

En el mes de julio, una gran nevada solía cubrir la ciudad y las sierras con un denso manto blanco. Los niños y los adolescentes salíamos a hacer muñecos de nieve y a jugar a la guerra de bolas de nieve en los patios, veredas y plazas.

La primavera se anunciaba en el verde tierno de los sauces, en los durazneros florecidos, en el amarillo de los espinillos y retamas, y el lila de las glicinas.

Imagen tomada desde las alturas de la Iglesia Catedral, de la zona este de San Luis, Foto de José La Vía.

En el mes de octubre, al atardecer, las torres de la catedral lucían en claro oscuro su belleza dorada, el tañido de las campanas de la iglesia, musical y lento se hamacaba en los pimientos de la plaza, mientras el cielo se tornaba azul profundo y la ciudad se inundaba de la fragancia de los paraísos en flor.

El mes de septiembre traía el esperado día del estudiante y el desfile de  carrozas de la primavera. Los días previos al 21, cada escuela preparaba su carroza para el desfile y al atardecer del 20 rivalizaban en belleza, colorido, creatividad y humor.

Acompañadas de una alegre estudiantina, recorrían la entonces avenida Quintana (hoy Illia) y las calles Rivadavia y San Martín. A la noche íbamos al baile de la primavera en el Aero Bar y al día siguiente al picnic en los lugares serranos. Partíamos en autos, camionetas o colectivos, cantando a voz en cuello “estudiantes alcemos la bandera, que ilustraron los próceres de ayer y florezca a sus pies la primavera del amor renovado en nuestro ser…” Vistiendo nuestras ropas adolescentes, los pantalones “Far West”, las zapatillas “Boyero” y luego las “Flecha”, sentíamos en nosotros latir la vida que la naturaleza renovaba, y éramos felices. Solo un día duraba el festejo, pero ¡cómo lo disfrutábamos!, ¡cuántos noviazgos florecían en ese día mágico de los estudiantes!

El verano nos regalaba el sol implacable y sus días lentos de larga luminosidad. Tiempo de disfrute del agua, de los arroyos serranos, de la sombra fresca de parral en los patios, de atardeceres en la plaza con amigos, de cenas familiares en el patio, de noches con sillones de mimbre en las veredas y el diálogo amigo entre vecinos.

Esta ciudad que describo, comenzó a desaparecer sin que nos diéramos cuenta a finales de la década del 60. La celeridad de los cambios arrasó con su fisonomía y estilo de vida. Entonces aquella ciudad para no morir del todo, se quedó viviendo en un rincón del corazón de los que la conocimos y amamos. De vez en cuando, los recuerdos vienen a iluminarla devolviéndonos el aroma, y la belleza de un tiempo que fue, y la memoria, al hacerlo presente, permite a la ciudad de hoy crecer sobre el perfil de su identidad.