Entre la fe y el asombro
En 2006, el reconocido poeta Gabriel Chávez Casazola vivió durante un año junto a su familia en la Amazonía boliviana. Esa experiencia fue una bisagra en su escritura Ahora comparte y esgrime nuevos mapas a la luz del entusiasmo
Por Matías Gómez
En su poema “Declaración”, Gabriel Chávez Casazola se presenta:
“He visto demasiado y no creo en el hombre. Amo los árboles. Los animales. He viajado y vivido demasiado y el único deporte de riesgo que todavía me interesa es caminar por el campo sintiendo el vértigo del tiempo en las hojas que caen o la feliz adrenalina de las hojas nuevas”.
“En la Amazonía estás muy cerca de los olores, los sonidos y el tiempo escurre de otra manera, mucho más lento, sin las prisas y todo eso que hemos fabricado en las grandes ciudades”, cuenta.
“Era tentador quedarse allá, una opción monástica, porque solo trabajaba mi esposa en un proyecto universitario, pero me permitió ordenar poemas. Creo también que tuve una sensación de extrañeza. Eso tiene que ver con el diálogo con la naturaleza, no entendido en el sentido alegórico, sino de una manera real como criaturas vivas”, agrega el autor que además es periodista y gestor cultural.
De esa experiencia intensa, cuatro años después, brotó su tercer libro “Agua iluminada” e irradió una estela en su estilo que le valió el reconocimiento internacional.
-En un verso de su analogía “Hoja de vida” considera a la fe y el asombro como sinónimos, ¿al momento de escribir hay más fe que asombro, o al revés?
-Para poder hacer arte hay que estar asombrado, maravillado. El poeta boliviano Jesús Urzagasti decía que pertenecemos a la legión de los seducidos. Y, con los años, las idas y vueltas, he decidido creer en lo trascendente. Además, al momento de escribir hay un chispazo de asombro pero, seguir en la poesía tiene que ver con una fe profunda en que de esa manera se puede ayudar al ser humano a trascender.
“La mañana se llenará de jardineros”, “Multiplicación del sol”, “Cámara de niebla”, son algunos de los títulos recientes de Chávez Casazola que recibió la Medalla al Mérito Cultural de Bolivia, el Premio Editorial al Mejor Libro del Año y el Libro de Oro, entre otros reconocimientos.
Asimismo, Gabriel es docente universitario de escritura creativa, dirige el taller de poesía “Llamarada verde” y es curador del Encuentro Internacional de Poesía de la Feria del Libro de Santa Cruz, donde reside.
El entusiasmo como brújula
“Creo que la poesía no se enseña sino que se contagia y procuro con mucha pasión transmitirles a los participantes del taller esa vivencia, acercándome a los textos pero también a lo que está alrededor de los autores.
Además, es muy importante deconstruir esa idea del sistema escolar de que la poesía es solo lo bello o la efusión sensitiva, para comprender, en cambio, que todo es poetizable: lo pequeño y lo descomunal, lo próximo y lo lejano. No hay nada que no pueda ser transformado en poesía, y lo más difícil es encender esa mirada”, apunta.
En una de sus reflexiones publicadas en la web del Festival Internacional de Poesía de Medellín, Gabriel propone: “Para recorrer el camino de la poesía, para transmutarse en su alquimia, es preciso estar entusiasmado, en el sentido griego del enthousiasmos, llevar un dios dentro, estar poseído de la locura inspirada”.
Mediterraneidad espiritual
-Cuando publicó un dossier de poesía boliviana actual dijo: “Para que esta poesía esté invisibilizada conspiran varios factores: editoriales pequeñas; falta de apoyo estatal; ausencia de publicaciones (libros, revistas, portales) con alcance internacional; escasos canales, flujos y contactos con autores, críticos, editores, traductores y divulgadores de otras naciones. Pero, sobre todo, en el trasfondo, planea una suerte de enfermedad nacional que aqueja también a muchos poetas: la mediterraneidad espiritual”. ¿Considera que esta situación se mantiene?
-Se mantiene e incluso se ha agravado la situación de las editoriales pequeñas por la pandemia y la falta de apoyo estatal. No hay publicaciones con alcance internacional.
A mi generación y a las siguientes nos ha tocado abrir esos canales, es decir en diez años la poesía boliviana no es insular, está en pleno diálogo e intercambio con otros países. Incluso, hay una diáspora de narradores bolivianos que se fueron a estudiar a Estados Unidos y desde ahí pudieron impulsar a otros.
En cambio, en la poesía fue más difícil porque ese proceso ocurrió desde dentro gracias a las redes sociales y festivales. De hecho, han salido más antologías de poesía boliviana en los últimos cinco años que en los anteriores cincuenta.
Yo tengo más libros publicados fuera de Bolivia que dentro del país. Es llamativo, pero eso está permeando hacia adentro, de manera que ahora comienza a encontrarse apoyo como para hacer encuentros.
-¿Qué poetas bolivianos todavía relee y por qué?
-Durante muchos años no leí literatura boliviana porque creo que mi país se había insularizado mucho, había demasiado ensimismamiento. Para mí, siempre fue interesante lo que se escribía en otros países, no por renegar de lo propio, sino para ampliar el horizonte. Después, redescubrí la literatura de mi país y creo que tiene una rica, profunda y vital tradición.
El poeta narrador y periodista Jorge Suárez me ayudó a alejarme del marginalismo, de él aprendí que no había que ser parricida e iconoclasta porque sí. Me decía ´siempre tienes que conocer y dominar lo que cuestionas´.
Eduardo Mitre es otro poeta muy valioso. Ahora solo leo libros nuevos que están muy recomendados, pero me seducen más mis libros de cabecera y otros a los que me gusta volver. Con los libros se cumple eso que decía Heráclito sobre el río: nadie lee dos veces el mismo libro. Porque además cambió uno. Así que releo bastante.
-En la “Canción de la sopa” nos encontramos con una rica descripción de la vida familiar en Bolivia, ¿cuánto ha cambiado ese contexto en los últimos años?
-Jamás pensé que ese poema iba tener tanta acogida y traducciones. Cuando viajé a Rusia, por ejemplo, me invitaban a lecturas. Parece que se toma mucha sopa en todo el mundo y lo lamento por Mafalda (risas). Este poema remite, de alguna manera, a una costumbre que se está perdiendo porque la sopa tiene que ver con cómo era nuestra vida familiar antes, donde todo giraba en torno a la mesa. Hay una relación muy fuerte entre la comida y la identidad.
Este poema atesora un cálido comienzo en torno al tiempo de sus abuelos:
“Con cucharas enormes comían la sopa/ en los grandes mediodías. La sopa extraída con grandes cucharones de unas enormes soperas. Se reunían juntos después a oír la radio, a tomar café, a fumarse un cigarrillo sin grandes (ni pequeños) cargos de salud o de conciencia”.
Gabriel creció rodeado por dos riquezas: una biblioteca y la huerta de sus abuelos maternos en Sucre, al sur de Bolivia, en la década del setenta. Además, su tía, la reconocida cantautora Matilde Casazola, poco a poco lo transportó a un mundo mágico.
“Mi tía tiene una canción que se llama ‘El cuento del mundo’ donde dialoga con un niño al que le pregunta de qué color es el mundo. Ella responde: justo el color que quiera pintarle tu corazón. Ese niño que le preguntaba eso a Matilde Casazola era yo. Creo que tuve esa dicha y ese don de crecer en medio de la poesía”, recuerda.
Una afirmación vital en plena pandemia
Si bien el confinamiento modificó su ritmo de escritura, Gabriel incursiona actualmente en la filosofía y mantiene en alto la antorcha de la poesía. “No es solo un género literario sino una forma de mirar y habitar el mundo. Además de las palabras, creo que la materia prima es la belleza en su sentido más profundo, es decir que a veces tiene que ver con lo atroz, lo terrible, lo doloroso.
La poesía conlleva una dimensión ética que tiene que ver con esa mirada para habitar el mundo con inocencia si se quiere, y que es lo que aproxima los poetas a los niños, lo cual no quiere decir con ingenuidad, porque más bien esa mirada, a veces puede ser terriblemente descarnada, cruel, sincera, sin las formalidades, ni los convencionalismos, ni los disimulos que la madurez nos ha obligado a adquirir para convivir formalmente en sociedad”, afirma.
“Cada poema avisa cuando se acaba. Esto es un oficio, y después de muchos años uno sabe escuchar la voz del poema. Aunque coincido con Borges cuando decía que la noción del texto definitivo pertenece a la religión o al cansancio. Soy de los que corrige incluso en las publicaciones posteriores porque todo texto siempre se puede corregir pero hay un momento en que uno tiene que desprenderse”, sostiene el poeta que ha sido traducido a nueve idiomas y publicado en quince países.