VECINOS DE CUADRA
Por Jorge O. Sallenave (*)
Muchas veces pienso que cada cuadra de San Luis debería tener un escritor que recopilara los nombres de los vecinos para que tengan un chiquito de eternidad cuando ya no estén.
Por lo menos, así me digo, ese escritor debiera narrar lo sucedido en la cuadra cada treinta años. Se puede objetar el lapso fijado porque existen familias que habitan el mismo lugar por mayor tiempo. Respondo que sí, que el plazo es antojadizo, pero sé que la vida de las personas es cambiante y me conformo con un inventario treintañal. La idea no hace furor entre mis colegas que prefieren volcar sus esfuerzos en obras de ficción, biografías o poemas románticos. La conclusión es simple, no habrá inventarios vecinales por dos motivos: no toda cuadra tiene un escritor y la tarea que propongo no le interesa a la mayoría.
En general se deja en manos de cada familia llevar su propia historia a través de relatos o de fotografías. De tal forma que cuando los más viejos fallecen dejan sus relatos o se los recuerda con variantes que deforman la realidad. Por supuesto las fotografías se ajan, se vuelven amarillas o se rompen.
Como soy testarudo me dispongo a enumerar los vecinos que acompañaron mi infancia y mi adolescencia en la calle San Martín, entre Junín y Pedernera, entre los años 1950 —1962. Adelanto, corresponde que lo haga para evitar roces, que la memoria a esta altura de mi vida se desordena y deja escapar datos. Es posible que me olvide de algún nombre, de circunstancias o de hechos, aun así está escrito, es mucho más de lo que esas personas tienen ahora y según mi afirmación tendrán presencia en este nuevo siglo.
¿Por dónde comienzo?
Por las dos esquinas que se forman por el cruce de las calles San Martín y Junín. La del este estaba ocupada por tienda Los Dos. De los negocios no hay gran cosa para contar. El gerente se llamaba Cibrián y en ese entonces era el comercio que más vendía. Lamento recordar que en esa esquina se incrustó una autobomba que iba a sofocar un incendio, una mujer embarazada muerta y las vidrieras destrozadas.
Mejor me traslado a la esquina que da al oeste. Una estación de servicio con un chalet en el centro, donde se encontraban los surtidores de nafta y un playón amplio. Allí pude asombrarme con Moby Dick, una inmensa ballena embalsamada que por algunos meses fue la atracción del pueblo. Por el año 1954, más o menos, la estación cambió de dueño. Ahí se instaló el campeón argentino de Turismo de Carretera: Rosendo Hernández. Por si no recuerdan la hazaña, repito. En San Luis, Rosendo Hernández, que había aprendido a manejar en los ómnibus de su padre, que cubrían el peligroso camino a Carolina por el año 1940, fue un gran corredor. Participó en infinidad de carreras incluida la extensa prueba Buenos Aires —Caracas. Fue en el año 1952 que logró su éxito más resonante. Como dije ganó el Campeonato Argentino venciendo a ídolos como Oscar y Juan Gálvez.
Regresemos a la esquina. Este hombre consiguió la representación de las motos Puma y de los rastrojeros para la provincia de San Luis. Los puntanos de parabienes porque ambos productos se vendían como agua en el desierto. Más si se tiene en cuenta que el Gallego, así se lo llamaba al campeón, era de dar crédito sin muchas exigencias.
Total, que he dado punto inicial a la cuadra. Solo para ubicación porque ni Cibrián ni Rosendo Hernández vivían allí. Su presencia era transitoria y comercial.
Para ser ordenado tomaré los habitantes de la vereda este. Me permito reiterar que cometeré olvidos por demás justificados porque me refiero a personas que vivían en la cuadra cincuenta años atrás.
Al lado de la tienda Los Dos (hoy casa Galver) se alzaba una antigua casa que pertenecía a la señorita Franzini.
Un paréntesis necesario. En esa época la conducta humana era distinta. Otros códigos, como se dice en la actualidad. Esa forma de ser se reflejaba en costumbres que de a poco han desaparecido. Sin pretender hacer una enumeración completa, traigo los siguientes ejemplos. Se tenía confianza en el prójimo. Este hecho llevaba a la comunidad a no cerrar las puertas con llave.
Los edificios se construían con una puerta principal al ingreso, colindante con la vereda, después un pasillo y una puerta cancel por la que se accedía a la casa propiamente dicha, que solía tener habitaciones en “chorizo” con galería al frente y un patio de tierra con flores, parral, canteros. En esa seguridad que nadie ponía en duda, la puerta de calle, como dije, se mantenía sin llave.
Como aún era tiempo de lecheros que repartían en jardinera o carro, la lechera se colocaba en el pasillo. Incluso algunos la dejaban en el escalón que precedía a la puerta principal, sabiendo que no se encontrarían con novedades al día siguiente. Noches de verano donde las familias, en especial los mayores, se sentaban a tomar fresco en las veredas.
Épocas en que mantener la honra pública era un deber insoslayable. Que los problemas personales se mantenían puertas adentro. Que ser maestro o profesor significaba un rango superior dentro del respeto social. Sin agotar las infinitas diferencias concluyo con recordar que el dinero no tenía mayor importancia y el consumismo era nulo. Se era buena o mala persona. No existían otras categorías.
La señorita Franzini, de quien hablábamos cuando hice paréntesis, era profesora de matemáticas, vestía preferentemente de negro, delgada, creyente y poco comunicativa, sin que por eso se notara un rechazo personal a los otros vecinos, que sabían de su integridad y rectitud. Supongo que era soltera, pero por su luto permanente pudo ser viuda. No lo recuerdo.
En la casa siguiente se instaló un joven odontólogo: Lido Borghi. Tipo simpático que en muy poco tiempo formó una gran clientela. Este hombre y su familia adquirieron después un terreno a mitad de cuadra donde construiría su casa y consultorios. Flaco, con incipiente calva, grandes bigotes y unos ojos de mirar atento y comprensivo.
En la siguiente vivía “La Chancha”, sobrenombre de mal gusto puesto por sus alumnos de la Escuela Normal de Varones, por su obesidad que se remarcaba por la baja estatura. Este señor Bianchi se dedicó intensamente a la educación. Llamaba su atención que aun en días de calor llevaba puesto un sobretodo gris. Para mí se parecía al actor norteamericano Charles Laughton.
Un paso más y visitamos la estrecha casa de un personaje político reconocido. Todos le decían Chicha. Luchadora incansable dentro del radicalismo. Chicha Quiroga era desprolija en el vestir y mantenía el pelo enmarañado. Vivaz para el diálogo y con cierta facilidad para montar en cólera si se hablaba de sus opositores políticos.
Llegamos a la pensión Balmaceda. Así el nombre de la familia que alquilaba el inmueble a uno de los hermanos Furnari. Familia grande y con gran apego al folclore. Aníbal y Lucho eran habituales ejecutores de zambas y gatos. Lo curioso es que Lucho, de una bondad fuera de lo común, se fue quedando sordo sin que esta incapacidad lo alejara de la música. Las hermanas se dedicaban a atender junto a su madre la pensión. El grupo, grande, hay hermanos que he olvidado, tenían un trato social intenso.
Otro de los hermanos Furnari era propietario de la casa siguiente, que alquilaba a una familia López, de quien no tengo memoria, salvo de la madre que tenía carácter fuerte con los niños que iban a pedir la pelota de fútbol que cayera en el patio producto de un puntapié sin dirección.
Creo que esta familia subalquilaba a un talabartero el garaje de la propiedad. Un morocho simpático, de sonrisa compradora y de ojos, cómo puedo decirlo, de mirar alegre, confianzudo e intencionado.
Pasé por alto, menos mal que recordé, que en esa zona vivía una familia Ruiz cuyo hijo era compinche mío. Hacíamos barriletes, arcos y flechas y nos gustaba conversar.
Sigo. Lindando con el talabartero existía una casa de dos pisos, con fondo amplio. Con dos salones al frente. Uno ocupado por la farmacia Santa Teresita y el otro por un negocio para niños de nombre Babyland. La familia vivía en la planta alta. La madre de apellido Folch, era una de las primeras farmacéuticas de la ciudad. La hija, estudiante de piano, reiteraba hasta el cansancio Para Elisa y escalas.
El padre era copropietario de un negocio ubicado en calle Rivadavia “Vulcain”. Al hijo se le metió entre ceja y ceja ser escritor. En el fondo existían frutales, huerta y gallinero. El inmueble había pertenecido a un reconocido médico. El doctor Paladini.
Adelante. La galería Sananes, cuyo nombre pertenecía al propietario que conjuntamente con el ingeniero Jorge Benzaquén la construyeron.
A Sananes le decían Moncho, un bon vivant. Benzaquén, de origen judío, era hijo del propietario del Trust Ropero, tienda importante sobre calle Rivadavia. Este ingeniero con el tiempo construiría el Gran Hotel San Luis y participaría en instituciones sociales importantes. A continuación de la galería Sananes, Lido Borghi construyó casa y consultorios como lo mencioné.
Llegamos a la esquina. Dos casas de gran tamaño. Una de una sola planta, la otra de dos, con salón. Pertenecían a la familia De la Mota. Familia también numerosa, donde destacaban un conocido caudillo el abogado Horacio de la Mota, un ganadero, Tuco de la Mota, dos hermanas: Tránsito, mujer de porte grande, con piernas gruesas, soltera, que manejaba con cierta solvencia un Rambler negro, que solía guardar, nadie se explicaba cómo, en la estrecha cochera sobre la calle Pedernera. La otra, se me ha desvanecido el nombre, quizás el sobrenombre fuera Rubia, que atraía la curiosidad de los niños, porque escuchaban de los grandes que el pelo bien peinado y con rodete era en realidad una peluca.
Había otro hermano varón, escribano, que ya no vivía allí, porque se había casado con una señora Lorenzini, excelente y luchadora mujer que decidió completar sus estudios de grande, decisión que muchas personas no entendían dado que era propietaria de campos y conjuntamente con el hermano poseían una fortuna importante.
Entonces no se consideraba lógico que una señora, con un buen matrimonio, posición acomodada, se dedicara al estudio. Ella se lo puso como objetivo y lo logró, hasta obtuvo un diploma de capacidad en francés. Me fui de la cuadra.
(*) PRIMERA PARTE- Del Libro Historias de San Luis: de gentes y de leyendas