Expresiones de la Aldea, Notas Centrales, San Luis

El Último Fenicio

Gracias a La Opinión y La Voz del Sur, por permitirme ser parte de esta década.

Gracias a los profesionales Gabriela Pereyra, Andrea Lucero, y Bachi (*); por la calidad estética, el rigor científico, la sensibilidad humana, y la incesante curiosidad que construye el tiempo.

Gracias a Payné, mi familia.

Comparto con los lectores El Último Fenicio, un relato largo, o una novela corta, cuyo final no está escrito.

Así comienza.

Pedro Bazán


Detalle: “Leónidas en las Termópilas”, por Jacques-Louis David (1814).


El Último Fenicio

I
 
En una noche que yace al principio de los tiempos, un grupo de humanos celebró el primer ritual para alejar a la muerte.
El frío era macizo, el silencio atroz. Atravesados por el viento, los árboles crujían bajo la cúpula negra del cielo. En el bosque profundo aullaban los lobos. La tensión del acecho amenazaba en las sombras; el peligro olía a sangre seca. Era la hora del depredador y la presa.
En una cueva, un racimo de manos temblorosas extendidas hacia el calor de las llamas, creó el ritual del fuego.
Aquella noche los humanos comprendieron que el fuego era capaz de ahuyentar los miedos.
Muchos rituales descienden del ritual del fuego y perduran a través de las generaciones; la guerra es, apenas, un viejo ritual para alejar a la muerte.
 
He sido un hombre de rituales,
He sido un hombre de guerras,
Y según mi memoria; soy inmortal.
A su debido tiempo conocerán mi nombre.
He vivido, y conservo recuerdos.
Ésta es mi memoria.

 
En los orígenes de mis recuerdos está el graznido de las gaviotas sobre la cubierta de un barco alejándose de un puerto. Era una tarde fresca, la silueta de mis padres recortaba el horizonte sobre la costa.
Desde aquel crepúsculo caminé la geografía del mundo tantas veces, como para olvidar el rostro de mis padres. Recuerdo el graznido de las gaviotas y el nombre del pueblo perfilado en el horizonte. Sidón.
Según recuerdo, soy el último fenicio.
 
II
 
Abunda la violencia en mis muchos días. Me entregué al ritual de la guerra en Queronea, a las órdenes de Filipo II de Macedonia. Contra el Batallón Sagrado de los tebanos. Nada igual a Queronea ([1]).
Nosotros teníamos a “La Bestia” y ya éramos inmortales.
Eran necesarios cinco hombres para arrastrar el carro con el gigantesco tambor. Algunos dijeron que llevarlo a la batalla fue idea de Alejandro, otros dijeron que fue de Filipo. Sí, recuerdo, que Alejandro no quiso utilizar caballos para tirar del carro. Al alba Filipo ordenó que la mole de madera y cuero fuera arrastrada a pulso, durante decenas de kilómetros, hasta el pie de las murallas enemigas.
Sobre el carro, de pie junto al tambor, un hombre blandía una maza monstruosa contra el enorme parche tensado. Se llamaba Anóxeles, tenía 20 años y estaba destinado a ser uno de los mejores entre nosotros. Hubiera preferido la gloria con una espada en la mano, pero lo condenaron al tambor, y se volvió legendario.
Cuando Anóxeles levantó el brazo y golpeó por primera vez el parche supe que habíamos ganado la batalla. Y no había comenzado.
Lo comprendí por el temblor de asombro que recorrió las murallas tebanas. Lo comprendí cuando crispé el puño sobre la sarisa y golpeé el suelo, respondiéndole a “La Bestia”. Lo comprendí porque 10.000 hombres hicieron lo mismo sin que nadie lo mandara. Lo comprendí al mirar los ojos febriles de Alejandro y el enorme pecho de Filipo.
Un halcón detuvo el vuelo sobre nosotros antes de arrojarse en picada sobre un patio tebano. Comprendí que la victoria nos esperaba.
Anóxeles golpeó el parche por segunda vez y comenzamos a sudar. Cuando la maza cayó sobre el cuero una vez más, un griterío atronador fue la respuesta. Luego nos entregamos al éxtasis del instinto.
No es posible pensar en la gloria empuñando una espada y sosteniendo un escudo en mitad de la batalla. El deseo es que concluya pronto. Debo ser preciso, rápido, eficiente. Debo matar a todos los que pueda. Pensar en la gloria antes de tiempo es un error.
Cuando Anóxeles golpeó el tambor por cuarta vez, estábamos encima de los tebanos. Y ellos, encima nuestro.
 
Ciento cincuenta años antes de Queronea, Leónidas, rey de Esparta, al mando de un puñado de leales, enfrentó -y detuvo durante varios días-, al imperio más poderoso que existía entonces sobre la Tierra ([2]).
Hasta que murió aplastado por las huestes interminables de Jerjes.
Los hijos de Heracles que cayeron junto a Leónidas en las Termópilas eran hombres curtidos en el coraje, la sangre y la muerte. Educados en la guerra y la gloria, formados en la disciplina y la bravura. Mientras pudieron sostener una espada, lucharon, y sólo los rindió la muerte.
Cuando todos los espartanos habían muerto, Jerjes recorrió victorioso el campo de batalla. Por cada guerrero de Leónidas, veinte de sus hombres habían caído. Espartanos feroces que asaltaron la leyenda desde un túmulo de rocas.
Antes de mutilar a Leónidas, Jerjes lloró.
La sangre, la memoria y la raíz del hombre que frenó a los persas fue reclamada por todos los pueblos y por todas las razas griegas. Pero sólo en Tebas, los descendientes de aquellos 300 espartanos de Leónidas que volvieron sobre el escudo; -sólo en Tebas-, hallaron un lugar digno. Durante un siglo y medio, refugiados de las venganzas y el dinero, mientras Grecia triunfaba, los hijos, los nietos, y los hijos de los nietos, de los hombres que murieron en Termópilas; crearon en Tebas El Batallón Sagrado. La herencia del valor. Fueron invencibles.
Hasta el día en que enfrentaron a Alejandro. A nosotros y a Alejandro. En Queronea.
 
Fue una carnicería; doce horas después éramos dueños de lo que quedaba en Queronea. Atrás los muertos, el campo entero vomitando sangre, el orgullo, el abrazo triunfal de Filipo padre y Alejandro hijo, convencidos de que habían sido ellos quienes nos llevaron a la victoria; la disciplina del padre, la feroz inteligencia del hijo.
Ingenuos. Ese día triunfamos porque “La Bestia” no dejó de repiquetear en ningún minuto durante doce horas…, ante la flaqueza, ante la duda, ante el insano coraje tebano, ante el temor o la herida; ante todo crecía el sonido primordial, atávico y decisivo, que la maza de Anóxeles le arrancaba al parche.
Cuando el último tebano cayó, sin la mano derecha y con el hombro destrozado, sin emitir una queja. Cuando ese último tebano cayó de rodillas, Anóxeles detuvo la maza en el aire y la batalla cesó.
Giramos el rostro hacia el hombre y “La Bestia”, Anóxeles apoyó su espalda en la mole gigantesca, pasó el dorso de su brazo izquierdo por la frente y se desplomó de cara al cielo, muerto de agotamiento. Muerto en la gloria de haber vencido.
Doce años después, a mi regreso de la India, pasé un día y una noche en Corinto, la pequeña patria de Anóxeles. Junto al mar, en un promontorio que dominaba la ciudad, el hombre de Queronea me saludaba desde la frialdad del mármol, con una maza gigantesca entre sus manos y “La Bestia” detrás, decidiendo la batalla. Allí comprendí que en Queronea no sólo había sucedido el milagro de Anóxeles. Por primera vez entendí que algo estaba fuera de lugar.
 
(Continuará)


[1]) Un conflicto decisivo para la historia antigua, en el 338 aC; el triunfo de Filipo II de Macedonia prepara el terreno para la ascensión de su hijo, Alejandro Magno. Una batalla que modifica los héroes de la historia.
[2]) La Batalla de las Termópilas en el 480 aC., frenó el avance persa sobre Occidente.

(*) Estos son los nombres propios (ineludibles) que hoy mantienen vivo el legado de Amado Curchod y Umberto Rodríguez Saá, 109 y 119 años después. La historia de los medios decanos de San Luis es construida a diario por mujeres y hombres de San Luis.