ESPERA
Gustavo Adolfo Placenti (*)
La lluvia comienza, toco la ventana, está fría. Afuera la noche cae como un manto pesado, cubriendo todo.
Las gotas tocan el vidrio y se deslizan. Al otro lado de la calle, la luz de una lámpara titila pronto a apagarse.
Entra la enfermera, controla los aparatos que rodean la cama, mira si el suero está goteando bien, lo ajusta, toma unas notas, es una rutina para ella. Pedro la mira, ella le sonríe. Se va, dejando la puerta abierta de la habitación. Desde el pasillo entra al cuarto una luz blanca, marcando un camino de luz, que ilumina parte de la cama.
Pedro con sus cuatro años pregunta “papá puedo subir a su cama”, le contesto “no”. Sigo mirando cómo cae la lluvia. Por costumbre lo cubro con la manta, siempre se destapaba y se levantaba con frío. No sé por qué lo hago, si el médico me dijo que no siente nada. Se escucha el sonido de la máquina que lo ayuda a respirar y que le da una vida prestada.
Quisiera decirle que estamos acá, no encuentro las palabras, ni el modo, tengo la sensación de que está muy lejos y a la vez cerca.
Alguien llora en el pasillo, es un llanto contenido, ahogado que no termina de salir. Es una mujer, se aleja. Otra vez el silencio, solo interrumpido por los pasos de Pedro.
La lluvia se precipita como una cortina de agua, el árbol de la vereda se mece a voluntad del viento.
Ya no se ve la lámpara del otro lado de la calle.
Yo sentado en un rincón de la habitación miro su pecho como sube y baja, el resto del cuerpo está quieto, boca arriba, con un tubo en su boca.
Pedro me pregunta qué es eso.
Lo levanto y le muestro “ahí se ve y se escucha el corazón”. Con sus deditos toca el monitor. Le digo, “Antes que nacieras escuchábamos tu corazón con un aparato y te veíamos”.
Me pide que lo baje y se pone a jugar con su autito.
Acerco la silla, al lado de la cama. Tomo su mano, la beso, soy el ancla que no lo deja partir.
Ya su boca no sonríe, sus manos no acarician.
Qué feliz estaba cuando nació Pedro, yo tenía mis dudas. Hubo idas y venidas, yo tenía tanto miedo. Cómo se integraría Pedro en la escuela con dos papás. Pero como habíamos acordado lo respeté y acepté.
No me arrepiento. En este momento es lo que me queda de él, es lo que me conecta con él.
Todo fue tan rápido.
La enfermera nos avisa que terminó la visita, le digo a Pedro que se despida, lo levanto y le da un beso en la frente.
Salimos, dejó de llover, hace frío, lo cubro con mi campera, y nos metemos en el auto. Pedro me mira desde el asiento de atrás, está triste.
Volvemos a casa.
Me llaman desde el hospital, es urgente
Entramos en la habitación. Nos espera la enfermera.
Está como dormido, sus labios levemente abiertos, sus ojos cerrados.
Pedro se sube a la cama y lo abraza.
Me siento en un rincón de la habitación, la luz entra por la ventana.
Lo ilumina.
Lloro por todo lo que no he llorado, mientras Pedro me abraza.
Ismael muere un 23 de julio, por la mañana, con un sol pleno, como a él le gustaba decir, un día peronista.
(*) Gustavo Adolfo Placenti nació el 18 de enero de 1957 en General Pico, La Pampa. En su niñez se entusiasmó por la lectura sobre todo cuentos e historietas. Ya en la adolescencia por la música ejecutando piano, clarinete, que nunca abandono. Estudió y participó también en Teatro de Títeres. Se desempeñó como docente de Danzas Tradicionales Folklóricas en escuelas de la provincia de Buenos Aires. Actualmente está en un taller de danza contemporánea, folklórica y de literatura.