La iguana
A Berta Elena Vidal de Battini, la cultura de San Luis la convirtió en la máxima expresión de la mujer intelectual de la Provincia, por su creatividad poética y sus valiosas investigaciones en el folclore y la lingüística. Según puede leerse en la Biblioteca Digital de San Luis, que transcribimos en gran parte.
Nació en 1900. Tuvo una infancia campesina que la enriqueció espiritualmente y determinó los rumbos futuros de su desarrollo intelectual. Esta mujer sobresaliente se formó en un San Luis casi mitológico en donde la influencia de las maestras puntanas era cierta y altamente enriquecedora. Siempre recordó a su maestra de juventud, Rosario Simón, como alguien que la ayudó a descubrir el mundo del conocimiento como destino de vida. Se trasladó a Buenos Aires con el anhelo de realizar estudios superiores. Ingresó a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Buenos Aires, donde se doctoró con una tesis magistral sobre las ideas del puntano Juan Crisóstomo Lafinur.
Su poemario de juventud se llamó “Alas”, dado a conocer en 1924. Un año después publicó “Mitos Sanluiseños”. Otros poemarios de gran valor protagonizan aquellos años, “Agua Serrana” (1934); “Tierra Puntana” (1937) y “Campo y Soledad” (1937).
A partir de los años 40 la obra de Berta Vidal de Battini logra sus frutos en el campo de la lingüística y las investigaciones en el folclore nacional. Vidal de Battini ha quedado en la historia de las investigaciones folclóricas por ser autora de un corpus inmenso titulado “Cuentos y leyendas populares de Argentina”. Es una obra cumbre en América, consultada por universidades del mundo. Esta gloria de las letras puntanas falleció en Buenos Aires en 1984.
La Iguana (1925), de “Mitos sanluiseños”
Bajo el toldo fresco y húmedo del inmenso algarrobo que sombreaba el patio, doña Sunta, la famosa “médica” de la Cañada, separaba con sumo cuidado la grasa y los anillos que forman la piel en el rabo (de un gran poder curativo, según ella) de una joven iguana atrapada esa mañana.
Los chicos, que habíamos formado un círculo alrededor de la vieja, observábamos con profunda atención la faena. De pronto, uno preguntó:
– Doña Sunta, ¿por qué tiene manos tan bonitas este bicho tan feo?
-Ah, ¿no sabís l’historia de l’iguana?
-No, – contestamos en coro. – Cuéntela, cuéntela, doña Sunta.
-En aquellos años en que todos los cristianos eran animales.. – comenzó, y todos nos acomodamos buscando la mejor posición sobre los raigones del árbol en que estábamos sentados, dispuestos a no perder una sola palabra del relato que de antemano sabíamos interesante, pues, venía de labios de aquella mujer que era, en nuestro concepto infantil de apreciación, la cumbre de la sabiduría.
Fue narrando la fantástica historia pausadamente, y su jerga pintoresca, acompañada de elocuentes gestos y ademanes, con la convicción de haberla visto con sus propios ojos.
En aquel tiempo hipotético y lejano al que ella se refería, la iguana había sido una joven de hermosura sorprendente. Sobre todo sus manos, eran de una perfección nunca vista, y al par que hermosas, hábiles: nadie tejía encajes tan finos ni randas tan complicadas como aquellas manos maravillosas.
¡Ah!, pero tenía, al lado de tanta perfección, el más horrible de los defectos: era en extremo vanidosa. Enorgullecíase no sólo de su persona, sino también de sus joyas y trajes, que ostentaba en profusión y variedad asombrosas.
Esa vanidad la hacía dura, inflexible, agria. Nada había en la naturaleza salvaje que sobrepasara a su maldad: ni los hachones que se erguían en las laderas, erizados de púas, porque en cada primavera se llenaban de blancas corolas perfumadas, ni la más bravía de las crestas serranas porque en ellas crecían a veces los helechos y anidaban las águilas.
A todos los jóvenes que pretendieron su mano, que fueron muchos, muchísimos, les humilló de la manera más vergonzosa, añadiendo que sólo se casaría con un hombre, que a más de muchas otras cualidades, fuera tan hermoso como ella.
Un día, llegó de lejos, atraído por la fama de la moza, un príncipe inmensamente rico, joven, virtuoso, pero feo. A la niña, le pareció indigno de conquistar la gloria de su corazón.
Tanto se enamoró el galán de aquella estatua viviente, que habiendo agotado todos los medios de enternecerla, pidió ayuda a la madre de la joven. La pobre mujer, conociendo lo soberbia y caprichosa que era su hija, temblaba ante la sola idea de un castigo del cielo. Pensó en consultarle el caso a su confesor, un viejo y santo misionero, y pedirle a su vez tocara con su palabra de fe y humildad a aquella alma ofuscada, y así lo hizo. Por primera vez en su vida, notó con tristeza el sabio sacerdote que sus pensamientos caían como semillas estériles. Aconsejó a la niña, le rogó, le previno contándole mil casos en que nuestro Señor había castigado a los que no sabían llevar con sencillez y cordura, los dones con que Él les había favorecido. Le hizo notar lo poco que representaba la fealdad del mozo ante tanta belleza de alma y lo ridículo de sus pretensiones, pero fue todo inútil.
– ¡Mira que puedes convertirte en un animal más feo que todos los de la Creación!- dijo el misionero sentenciosamente.
– Mejor, mejor – contestó la soberbia, – lo prefiero. En el más horrible de los animales ante que faltar a la más justa de mis ambiciones. Y Dios castigó a la hermosa en su vanidad…
. . .
Aquella noche no podía dormir: algo desconocido, siniestro, la envolvía, la ahogaba… La habitación estaba desolada y fría como la más profunda de las cavernas… Un silencio de muerte invadió sus oídos y una sombra más negra que la noche, cayó sobre sus ojos con pesantez de lápida… Paralizada de terror, sentía su propia transformación: sus miembros se contraían fuertemente, la cabeza se alargaba hacia adelante, el cuerpo vibraba en ondulaciones de culebra, la piel se endurecía y arrugaba en aspereza de guijarro. Sus anillos y brazaletes más valiosos y queridos, formaron un largo y carnoso rabo, que al unírsele, aumentaron la torpe fealdad del animal en que se convertía. Sólo las manos, lo único bueno y útil que hubo en ella y de cuyo mérito no se envanecía, conservaron su belleza, en aquel inmundo cuerpo de reptil. Tuvo un momento de alivio, y ansiosa se palpó la cabeza, los miembros, el busto… La certeza del castigo divino la enmudeció, y temblorosa, jadeante, enloquecida de dolor y de vergüenza, huyó en la lobreguez de la noche, hacia la soledad
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