Expresiones de la Aldea, La Aldea y el Mundo, San Luis

Lógicamente

Nicolás Taltavull

Esteban regresa del baño con el dedo envuelto en una toalla. Mamá le dice: vas a tener que ir al hospital, por qué no llamás a alguien para que te alcance. Él le grita que mejor cierre el culo: mirá, mirá lo que me hiciste hacer. Se pusieron a discutir mientras Esteban cortaba el fiambre para armar las bandejitas de ofertas que van en la heladera, junto a las cajas de ravioles y los yogures. Mamá se le acercó y le pidió que apagara la máquina, forcejearon: a mí…, me prestás…, atención. Se manotearon y él terminó así. Vinimos hasta la despensa de Esteban para preguntarle qué pensaba hacer con el tema de la cuota, van a empezar las clases y necesito una mochila nueva, los útiles, por lo menos un par de zapatillas. Y él se enojó apenas nos vio entrar al negocio, cuando vio cómo me habían cortado el pelo. Ya no se sabe lo que es, dijo, mirá cómo la vestís, encima cada vez se parece más al pelotudo de tu hermano. Lo llamo Esteban porque mamá me tiene prohibido que le diga de la otra forma.

Llevo los ojos al televisor que cuelga arriba de la puerta, no quiero verle más la mano de la toalla a Esteban. La sangre me da impresión, pero la toalla volviéndose roja de a poco creo que me va a hacer peor. No sé cómo, pero adivino su textura dentro de mi boca, sobre la lengua, y me da escalofríos.

Un motochorro le dio una paliza tremenda a una jubilada, le arrebató la cartera con todo lo que había cobrado en la mañana, incluso la bolsa con verduras que llevaba, dice la conductora del noticiero, que no es tan joven pero tampoco una vieja. Pone cara de enojada mientras da más detalles del hecho. No es preocupación ni tristeza, es enojo. Aprendí a diferenciar las expresiones, a entender qué dicen los movimientos de las cejas. Al mismo tiempo que la jubilada llora en la tele, mamá le reprocha a Esteban que está cansada, de todo y de todos, suspira y apoya los codos sobre el mostrador, hunde la cara entre las manos. Esteban le pregunta ¿qué? ¿y él qué?, que si no importa cómo se siente él. Suelta una risita falsa, se rasca la cara y sigue: yo me cago laburando todo el día, ustedes para lo único que aparecen es para pedir y pedir, mirá, cómo puede ser que le cortaste el pelo así, qué tenés en la cabeza vos, y esas remeras grandes que se pone de dónde las saca, cualquier cosa parece. Pienso de nuevo en la toalla, en la humedad pesada, la tela amarilla volviéndose roja, marrón. La panza me vibra, hace ruidos. Cuando mamá empujó a Esteban y él se cortó el dedo, por un segundo creí que lo había hecho a propósito, y también creí ver que el dedo se había caído al piso, que íbamos a tener que buscarlo para meterlo en una bolsita con hielo. Él pegó un grito como de mujer, usando una voz más finita que no le conocía. No aguanto más y corro al baño, porque me sube una arcada, me empieza a transpirar la frente. La sangre, la toalla, el dedo, la bolsa y el hielo, todo es un asco. Mamá me reta: a dónde vas, vení para acá. No le doy bola, cierro la puerta y me arrodillo frente al inodoro.

Ilustración de Jimena Estíbaliz.

Dejá de gastarte la plata en boludeces con las putas esas de amigas que tenés y vas a ver cómo te alcanza, le dice Esteban a mamá. Escucho cosas que se caen al piso, son cosas plásticas, de seguro ella las tiró del mostrador. Hace dos semanas le hizo pedacitos una calculadora. En básquet, el profe Tomás me dijo que me quedaba espectacular el corte nuevo, me pasó la mano por la cabeza: se siente como un cepillo…, dale, cepillito, ponete a calentar. Lo dijo de verdad, sé diferenciar una broma de algo verdadero, aprendí a hacerlo. Mamá, ahora se hace la que llora, le dice a Esteban que así nunca se van a poner de acuerdo, que ya no sabe en qué idioma hablarle, y por eso la semana que viene le va a llegar una carta documento, y también una a Alicia, mi abuela. Me meto dos dedos para que aparezca el vómito de una vez, pero solo consigo escupir saliva amarga. Salimos sin desayunar de casa, no quedaba ni una raspadita de azúcar y el edulcorante que estaba en el fondo de la alacena estaba recontra vencido. Deberías estar agradecida por todo lo que mi vieja hace por tu hija, dice Esteban, y entonces pienso que pocas veces le escuché pronunciar mi nombre. Mora. Mis compañeros de la escuela me dicen Mona, porque tengo los brazos más peludos del curso. Hace un tiempo, cuando mamá no estaba en casa, solía quemármelos usando una de las hornallas de la cocina, después me sacudía las pelotitas negras que dejaba el fuego. Hasta que un día me quemé más de la cuenta y me quedó la mancha oscura. La panza se me tranquiliza y la acidez va desapareciendo, así que me levanto despacio y me lavo la cara, las manos, me las seco en el pantalón. Después me miro un momento en el espejo. De mi tío, lo que sí sé que tengo, es la nariz aplastada, la nariz de fitito chocado, como también me dicen en la escuela.

Salgo del baño y lo veo a Esteban sentado en la banqueta del mostrador, se destapa el dedo para revisarlo y pone cara y cejas de impresión. Parece haber visto un muerto, o un dedo que se está muriendo. Mamá está frente a una de las góndolas y apila cosas sobre un brazo: azúcar, fideos, arroz. Vení, ayudame, dice, y me pasa un paquete de yerba, una lata de arvejas, una gelatina de uva. Detrás nuestro se escucha el ruido de la caja para cobrar abriéndose. Esteban agarra un par de billetes: eu, tomá, para los útiles, le voy a decir a tu abuela que te lleve a comprar ropa como la gente, yo no tengo tiempo, quién va a atender el negocio, date cuenta de dónde sale todo lo que tenés. Agarro los billetes haciendo malabares con la mercadería, los hago un bollo y me los guardo. El olor de la plata, ese olor a perro sucio, me queda impregnado. Debería darte vergüenza, cuánto le diste, pregunta mamá todavía de espaldas, y en eso entra una señora a la despensa. Lleva anteojos que le hacen ver los ojos chiquitos, como dos carozos. Esteban se levanta de la banqueta y viene hasta donde estamos, se pega a la oreja de mamá y le dice que desaparezcamos ahora mismo antes de que le rompa la cabeza. Lo observo de cerca, está pálido y tiene el pelo de la nuca mojado. Qué le pasó, hijo, le dice la señora a Esteban, y le señala la toalla manchada. Es como si le hubiera hecho acordar que tiene un dedo rebanado. Él le contesta que nada, que un pequeño accidente: madre, desde que me levanté estoy renegando con las lacras inservibles de este país, no me queda otra.

Mamá va hacia la parte de atrás del mostrador y arranca tres bolsas plásticas para guardar lo que sacó de las góndolas. Se mueve con soltura, como si fuera la dueña del negocio, sonríe mordiéndose apenas la punta de la lengua. Sonrisita de víbora, diría mi abuela Alicia.

La señora le pide a Esteban tres bollitos de pan, los más tostados que tenga, y él me hace seña para que lo ayude. Voy hasta la bolsa de papel madera grande y elijo los de cáscara más quemada, los pesamos y se los guardo a la señora en el carrito que trajo. Mamá saca un chupetín del tarro que está sobre el mostrador y dice que nos vamos, que nos quedan muchas cosas por hacer antes de volver a casa. Y nos vamos así, cargadas, pero sin saludar a Esteban, como ya es costumbre. Esta vez sin que ella tire al aire alguna amenaza final, sin que diga, por ejemplo, que le va a prender fuego la moto, que le va a mandar a reventar los vidrios del negocio. Hay gente.

Cuando estamos llegando a la puerta, alcanzo a escuchar lo que la señora le pregunta a Esteban cuando le paga. Y puedo adivinar cómo se mueven sus cejas tupidas de hombre, qué tipo de expresión tiene ahora. La curva que forman las cejas, estoy segura, es la de la tristeza. Mamá pensaría lo contrario, que son de enojo, y se pondría contenta por eso. La señora le pregunta a Esteban si yo soy su hijo. Y, sin darle tiempo a que responda, agrega que soy un muchachito hermoso, muy bien educado. Y que lógicamente, cuando sea más grande, voy a ser alto, de manos y hombros anchos como él.