La Aldea y el Mundo, Notas Centrales

Una espina y un rosal

En la búsqueda frenética de curas o paliativos contra la COVID-19, recordamos la primera aplicación de la penicilina ocurrida hace 80 años

Por Guillermo Genini

En momentos en los que el mundo asiste a la búsqueda frenética de una vacuna eficaz contra la COVID-19, se ha multiplicado el interés sobre la forma en que se producen las investigaciones médicas y farmacéuticas.

Tal vez una de las historias menos conocidas sea la de la primera aplicación -en un paciente humano- de la penicilina. Se trataba por aquel entonces del origen de los antibióticos llevados a la práctica médica. Uno de los medicamentos más extendidos y versátiles contra las infecciones que causaban millones de muertes.

A ello contribuyó, sin duda, la centralidad que se le otorgó a su descubridor, el médico británico Alexander Fleming, quien en 1928 se percató accidentalmente de las propiedades antibióticas del hongo Penicillium notatum, que detenía el crecimiento de muchas bacterias.

Sin embargo, pese a la repercusión científica que se le dio al descubrimiento, Fleming no pudo desarrollar un método práctico y masivo para producir un medicamento estandarizado en base a la penicilina, y el interés por su descubrimiento fue decayendo en los años posteriores.

El proceso

Los problemas que presentaba la transformación de la penicilina en un medicamento confiable eran varios: encontrar la cepa del hongo más potente contra las bacterias, estabilizar el cultivo logrado, producir la sustancia en cantidad suficiente (el hongo crecía en la superficie de determinados líquidos y productos orgánicos), y no se había elaborado un procedimiento seguro para purificar la poca penicilina obtenida.

Pese a que potencialmente el descubrimiento de Fleming podía combatir las infecciones y así salvar muchas vidas, se distaba mucho de un resultado práctico.

Esta situación fue abordada por un equipo de investigadores de la Universidad de Oxford en Inglaterra, integrado por químicos, bacteriólogos y médicos, formado en 1938. El equipo encabezado por el patólogo australiano Howard Florey y el bioquímico alemán Ernst Chain, se propuso resolver uno a uno los problemas que presentaba la producción segura y estable de penicilina, si bien en un comienzo su objetivo era abordar una investigación básica sobre la relación entre hongos y bacterias.

Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, en 1939, la investigación ganó interés y financiamiento teniendo en cuenta el potencial de la penicilina para tratar a los heridos. Los esfuerzos aumentaron, y se coronó en mayo de 1940 con los primeros ensayos exitosos en ratones.

Los avances en animales hacían de la penicilina un fármaco de importancia estratégica para el desarrollo de la guerra. Pero debido a la escasez de medios, los avances eran modestos pues la industria farmacéutica británica se centró en el esfuerzo de guerra para producir vacunas, sueros y todo aquello que sirviera en el frente de combate a las tropas.

El equipo de Florey y Chain había logrado producir pequeñas cantidades de penicilina purificada mediante novedosos métodos químicos y estaban en condiciones de iniciar los primeros ensayos médicos en pacientes afectados por infecciones.

Por tratarse de un medicamento en fase ensayo, era necesario vencer la resistencia del sistema médico, y tan solo un caso desesperante podía ser compatible con la aplicación de la penicilina que tenía la condición de experimental.

El primer paciente

Tras varios intentos frustrados, se presentó un caso ideal. A finales de 1940 un policía local de ciudad Oxford, de 48 años, Albert Alexander, se hirió accidentalmente la cara con un rosal. La herida se infectó y se extendió a los ojos y al cuero cabelludo.

Pese a que fue internado en el Hospital de Radcliffe y tratado con las medicinas habituales para estos casos, su condición empeoró y la infección alcanzó los pulmones y el hombro. Florey y Chain oyeron del caso y lograron convencer al cuerpo médico y a Alexander, a quien debieron extirparle un ojo para reducir el dolor que sentía, a someterse al tratamiento experimental con penicilina.

Foto pintada de Alexander Fleming, el padre de la penicilina, en su laboratorio entre 1939 y 1945.

Así, el 12 de febrero de 1941 se inició por primera vez en la historia de la medicina mundial la aplicación de antibióticos en un ser humano.

El desafío médico era dosificar la poca penicilina disponible, pues era un cuerpo 3.000 veces más grande que el de un ratón. Las primeras inyecciones tuvieron un efecto inmediato y Alexander mejoró su estado general.

Los tres días posteriores las inyecciones continuaron con resultados alentadores: su temperatura bajó, volvió a tener apetito, mejoró su capacidad respiratoria y la infección disminuyó. Pero al quinto día la penicilina se acabó y Alexander volvió a desmejorar, falleciendo el 15 de marzo de 1941.

Pese a la muerte de Alexander, se había demostrado el poder antibiótico de la penicilina en pacientes afectados gravemente por infecciones.

En otros cinco casos posteriores los resultados fueron satisfactorios, pudiendo salvar la vida a varios pacientes, entre ellos algunos niños. Sin embargo, estas evidencias no pudieron ser aprovechadas por la estructura médica británica que estaba afectada por los ataques alemanes.

Si bien se formó en Gran Bretaña un Comité General de la Penicilina, la producción de antibióticos era muy dificultosa. Se probó con el cultivo de hongos en bateas, botellas y bañaderas, la mayoría ubicadas en sótanos húmedos y oscuros, ambiente que favorecía el crecimiento del moho donde se alojaban los hongos.

En medio de un gran secreto, pues las publicaciones científicas sobre los avances de la penicilina no debían ser públicas para evitar favorecer a los alemanes que ya producían y usaban la sulfamida para tratar las heridas, el esfuerzo para producir antibióticos en forma masiva se trasladó a Estados Unidos, que había entrado a la Segunda Guerra Mundial en diciembre de 1941.

En ese país la industria farmacéutica tenía posibilidades mucho mayores de ensayar métodos novedosos para multiplicar la producción y purificación de penicilina, pero los avances fueron muy lentos. Se probaron distintas formas para cultivar los hongos y el moho de donde se extraía el Penicillium notatum.

Florey y Chain se habían negado a patentar sus avances por lo que era posible continuar las investigaciones en otros países.

Las primeras dosis

Por su parte, la industria farmacéutica estadounidense tenía su propia línea de investigación para combatir las infecciones por medio de la síntesis química de moléculas, que suponía sustituir la producción microbiológica del hongo. Como temían perder las inversiones realizadas, los grandes laboratorios estadounidenses sólo prestaron atención a la producción de penicilina cuando el gobierno de Estados Unidos presionó y ofreció benéficos impositivos a las empresas. 

Se instaló un centro de investigación y una fábrica experimental en Peoria (Illinois) que ensayó con un nuevo método de producción de penicilina por medio de fermentación con cultivo sumergido, que sustituyó el cultivo en superficie, lo que permitió aumentar por 20 la cantidad de antibióticos disponibles.

El gran avance en este sentido lo dio un pequeño laboratorio de Nueva York dedicado a la producción de ácido cítrico por fermentación, producto que se usaba en la industria de las bebidas: Pfizer.

Los bioquímicos de Pfizer adaptaron en tiempo récord una planta de fermentación con 14 fermentadores de 28.500 litros cada uno para producir penicilina. El volumen industrial del proceso era necesario porque solo se producían cuatro gramos de penicilina por cada 10 litros de caldo, de la cual el 60 % de ellos se perdía durante su purificación.

Con esta producción masiva, las tropas aliadas pudieron disponer en el frente de batalla de las primeras dosis de penicilina a fines de 1943. Reservados exclusivamente para uso militar, estos antibióticos salvaron miles de vidas cuando los Aliados invadieron Europa, en junio de 1944.

Sólo cuando la Segunda Guerra Mundial terminó se permitió el uso civil de la penicilina y se dieron a conocer los estudios científicos que sustentaban su uso medicinal.

En 1945 Alexander Fleming, Howard Florey y Ernst Chain ganaron el Premio Nobel de Medicina en reconocimiento a sus aportes sobre los antibióticos.