IMPOSIBLE CON ÁGUEDA
Por Jorge Sallenave (*)
Con Águeda no puedo. Es posible que el motivo del fracaso se deba al parentesco. Sin embargo, he notado que a las personas les resulta fácil hablar de los abuelos.
Yo me digo al levantarme: “Hoy lo haré”.
He andado bloqueado, la abuela es un personaje fuerte, de esos que son lindos para un cuento. Camus le puede sacar provecho a individuos grises, anodinos. Simenon también, claro, los dos son escritores de primera. Los que escribimos para parientes y amigos debemos ayudarnos con hechos y personajes que deslumbren por sí solos. Águeda tiene esas características. Desde su adolescencia, cuando abandonó su casa por amor, allá en el novecientos y se vino a América. Supongamos que no relate esa época, que me limite a su estadía en Nogolí o en El Trapiche. Sobra para un buen cuento.
Pero no. Esta abuela mía se resiste. Pienso: “¿Si contara sus historias de aparecidos, las que con miedo y ansiedad escuchábamos después de cena?”.
Sería emocionante.
Pero no. Águeda anda poniendo trabas.
De otra forma no se explica que mi imaginación se encierre apenas intento dar forma a parte de su vida. Reflexiono: “Podría hablar de su amor por Sebastián, mi abuelo. Que debía quererlo mucho porque no se arriesga todo sin una buena causa”. La familia de Águeda, tenía una posición económica sólida, en Balaguer, un pueblo de la región de Cataluña, en España. Águeda recordaba seguido la casa paterna, de cuatro pisos frente al Puente Viejo sobre el río Segre. Contaba también que tuvo la suerte de ir a la escuela cuando por ese entonces las niñas se criaban de puertas adentro. Todo de maravilla hasta que apareció Sebastián, que era bien pobre, un seco, como se dice ahora. Y los padres de Águeda con gesto autoritario dijeron ¡No! La abuela, tan decidida como ellos dijo ¡Sí!
Por lo tanto, hubo que zanjar diferencias. Águeda se casó y se fue de casa. ¿Rumbo adónde? A San Luis. Aunque ella solo sabía que venía a América. Y bueno…
El amor por Sebastián también lo acreditó cuando este enfermó, enfermedad que lo obligara a permanecer largo tiempo en un sanatorio de Capital Federal. Durante ese lapso Águeda no se separó de él. Además, debió vender todos los bienes que con tanto trabajo habían obtenido. Y lo hizo sin queja.
Pero no. La abuela baja barreras. Porque de no ser así, yo podría tener una hermosa historia romántica.
Me digo: “El cuento debería resaltar su buen humor, el carácter firme, su dedicación al trabajo”. Por ejemplo, Águeda llega a Buenos Aires en el año 1910, cuando se festejaba el centenario. En el mismo barco viajaba la Infanta. De forma diferente, porque la abuela vino en tercera y es sabido que la realeza solo tiene lugar en primera.
¿Qué hace el matrimonio recién sacado no bien pisa suelo argentino? Busca trabajo. Sebastián sabía que unos primos se habían radicado en una provincia del interior llamada San Luis. El abuelo le propone a Águeda que vayan en busca de esos primos. Supongo que le habría argumentado: “Águeda, este es un mundo nuevo, mejor enfrentarlo en compañía”.
Me los imagino llegando a nuestra ciudad, recibidos por El Chorrillero. ¿Cómo vivieron el cambio, cómo se amoldaron y aceptaron las diferencias? San Luis, por ese entonces, era pequeñito, con calles de tierra, mucho guadal, pocos vecinos, escasa luz eléctrica. Bueno sigamos, si bien encontraron a los primos, estos no les fueron de mucha utilidad, porque estaban ocupados en solucionar su propio destino. Supongo, así lo haría notar en el cuento, que Águeda y Sebastián temían regresar a España como fracasados.
El tiempo que disponían, vinculado a los escasos ahorros traídos del Viejo Mundo, se acortaba. Elegir comenzaba a ser un privilegio. Por esa razón Sebastián debió aceptar un empleo en Nogolí. Una villa escasa por el 900. La empleadora de una compañía propietaria de extensas plantaciones de olivares.
Allá se fueron. Y mi abuela, aún niña, que había vivido en una casa grande. Se acostumbró a vivir en un rancho con techo de paja. Que tenían ganas de volverse no me cabe duda.
Su decisión de cobrar medio jornal ahorrando el resto lo demuestra. Así pasaron tres años, tal vez cuatro. Hasta que la compañía se fundió y los ahorros se hicieron humo. De nuevo como al principio, con un agravante: Europa se hundía hasta el cuello en la Primera Guerra Mundial. Si esto no da para cuento, no me imagino qué otro tema lo daría. Suspenso, historias de vida, aventuras, anhelos, romanticismo. ¡Vamos! Los ingredientes sobran.
Pero no. La abuela se parapeta. No encuentro la forma y las frases suenan a hueco y las situaciones descriptas invitan al tedio. ¿Qué efecto produciría si centro mi evocación en la relación con los hijos? En primer lugar, hablaría de sus partos. Águeda reiteraba con orgullo que sus ocho partos fueron normales, en su casa, con la sola ayuda de una comadrona y que al día siguiente ya atendía la casa como siempre. Baldeaba pisos, cocinaba, lavaba la ropa y la planchaba. “No entiendo a las mujeres de ahora, demasiado regalonas. Por un parto hacen un escándalo como las gallinas cuando ponen huevos”, decía.
Resaltaría en el relato que esa exigencia que ella se imponía no era menor en el trato con los hijos. Aquí debería agregar algunas consideraciones sobre la generación del 900, y de los inmigrantes en especial. Diría que fueron amantes del sufrimiento, de la dedicación, del trabajo. No lo escribiría de esa forma. Buscaría imágenes que representaran la idea que ellos tenían de la vida.
Algo que con solo leer nos hiciera comprender que nada se obtiene sin esfuerzo, que el respeto se gana con hechos y no con palabras o dinero, que la autoridad es necesaria y debe ser ejercida por los más competentes, que los hijos deben tener límites si cuando grandes quieren ser libres.
Esa es la idea, lo que falta es el talento para escribirlo. Sigamos.
Águeda mandó a sus hijos a la escuela y a la universidad. Y cuando no cumplían horario debían encargarse de otras tareas. Aun en vacaciones no había espacio para el ocio. Levantarse bien temprano, tomar el desayuno y a trabajar. En realidad, deberé, no sé cómo, puntualizar que Águeda fue más permisiva con los tres menores. Supongo que los años la aflojaron. Nunca fue inclinada a las arbitrariedades y eso me obliga a pensar que la edad fue la causa del distinto trato. No sé si este tema daría para un cuento.
De cualquier forma, la abuela se resiste. De no ser así yo podría tener una buena historia contando su vida en El Trapiche donde llegó, junto a Sebastián, desde Nogolí.
¿Qué tengo de esa época? Varias cosas. Veamos. Alquilaban la casona. Una casa ubicada frente al río, con una imagen de Jesucristo en el límite norte, rodeada de impenetrable vegetación, vecina de un cementerio indígena, receptora de hilos cristalinos de agua nacidos en vertientes de la sierra que cercaban los fondos. En ese lugar, vivieron buenos años y progresaron.
Algo más, en ese lugar el matrimonio comenzó a sentirse parte de esta tierra. Explotaban un almacén de ramos generales con inevitable libreta de crédito. La clientela, al principio escasa, se multiplicó con los años. Podré decir que los abuelos consiguieron una buena posición económica que les permitió comprar algunos inmuebles. Pero eso no es importante.
Me parece que debo relatar la relación de Águeda con una mujer que fuera cautiva de los indios y que mostraba a quien lo deseara, las quemaduras que tenía en las plantas de los pies. Quemaduras que acreditaban su cautiverio. También podría hacer referencia a don Amado Xacur, un árabe que hizo de El Trapiche su mundo y fue amigo del matrimonio.
Este tema tendrá mucha tela para cortar. Empezando por su presencia. Inolvidable. De grandes bigotes. Obeso. Vestido de bombachas y alpargatas. Dueño de un almacén. Adelantado en iluminar su casa con la electricidad de un equipo propio, que cuando funcionaba se escuchaba en toda la villa. Y dejo para el final del relato que haré, su profunda y bella mirada.
Y si no me ocupo de Xacur, queda como gancho la atracción que sentía Águeda por las historias que cuentan los moradores de las sierras. Que a mí también me atraen. Esto simplificará. Podré consignar aquella historia que Águeda asegura haber vivido. “Estábamos Sebastián y yo cenando. De pronto, la guitarra que siempre guardábamos en el primer dormitorio ejecutó un acorde. Sebastián dijo: es una señal. Nos fijamos la hora. Dos días más tarde nos enteramos que Nicasio Pérez había fallecido a la misma hora en que la guitarra tocó sola. Fue él que se despedía”. O podría relatar la historia de un gnomo que se aparecía en tiempo de carneada.
Pero no. Águeda es irreductible.
Si no fuera así yo tendría un cuento con su vida en San Luis donde el matrimonio se radicó años después, comprando una casa sobre la avenida Quintana, frente al Automóvil Club. Casa que era punto de reunión de los nietos. Casa que para los niños guardaba mil tesoros. Como el molinillo de especias traído por Águeda de España, en el único viaje que realizó al Viejo Mundo, allá por 1930, cuando ya no deseaba volver. Viaje que debió hacer con un solo objetivo, mostrar a sus padres que ella no había fracasado. Pero volvamos a la casa. Reconozco que tenía sus atractivos: el naranjo del patio, el olor a especias de la cocina, las carpetas en crochet, los vidrios biselados, los cuadros al óleo, en especial el de santa Genoveva, la silla veneciana, la imagen de San Antonio, las fotos de La Vía.
Pero no. Con Águeda no puedo.
Quizás yo no le supe sacar provecho, quizás la sentí distante, quizás recién ahora le doy valor a cosas que antes consideraba ridículas, quizá falta de voluntad… ¿Quién sabe?
Me pregunto qué me frena. Si hasta el final del cuento lo tengo a mano. Fue así. Águeda y yo estábamos sentados en una galería. La familia había salido de paseo. Ella se levantó y al intentar dar un paso la cadera flaqueó. Faltaban meses para que cumpliera 90 años. La alcé y la llevé al sanatorio. Estuvo internada quince días. No resistió. Fue la única vez que la vi claudicar. Como claudico yo ahora porque no puedo contar a la abuela; alguien, con más talento relatará a esa gente: la que vino a hacer la América y con cariño construyó palmo a palmo nuestra patria.
Si yo pudiera escribiría así de mi abuelo Luis . Nada te frena, Águeda está viva en tu relato y ayuda a recuperar otras historias. Gracias