Expresiones de la Aldea, Notas Centrales, San Luis

Los malditos años treinta de Anchorena

Ceniza, plagas de langostas, sequías, vientos y médanos hicieron perder los campos en la mitad de su valor por más de una década en la localidad del sur provincial, según investigó la profesora de Historia, Adriana Annecchini

Por Matías Gómez

El trabajo documentado por Adriana Annecchini resultó ganador para el concurso “Historias de mi pueblo y de su gente”, en 2017, organizado mediante San Luis Libro. Hoy, recorrer este capítulo, del tomo dos en dicha obra, es como mirar al ojo del huracán en una tierra que apenas tenía tres décadas de fundación.

“Todo comenzó con los recuerdos de niña que a menudo venían a mi mente de los relatos que me contaba mi abuela, Remedios de Bausa, que fue una mujer guerrera y positiva ante las adversidades que la vida le presentó. Sin embargo cada tanto sentía un dejo de tristeza en su voz cuando ella recordaba los años treinta. Lo mismo ocurría entre los relatos de los antiguos pobladores. Con el paso de los años, al masticar, comparar y analizar esos testimonios, ya desde la mirada de historiadora entendí el pesar de los testigos y pensé que sí, posiblemente esos años hayan sido los más tristes en la historia de la localidad y de la región”, señala la autora que nació en Anchorena, hace 61 años.

“Entonces, al trabajo de dejar por escrito todos los testimonios que los mayores guardaban en su memoria, le agregué la tarea de salir al rescate de los escasos archivos y documentos que hay en los registros provinciales”, indica Adriana que trabajó durante 25 años en el Colegio N°23 de Arizona como profesora y directora.

“Cuando me enteré de la convocatoria al concurso, la investigación ya estaba en marcha y bastante avanzada, pero aceleré el trabajo porque con mucho entusiasmo vi la posibilidad de compartir esta parte de la historia, con el propósito de enriquecer la memoria colectiva para reafirmar una identidad y un sentido de pertenencia, que nos lleve a cuidar más a nuestro pueblo y a respetar a nuestros antecesores. Por esas razones también sentí mucha satisfacción”, expresa.

Ceniza

El domingo 22 de abril de 1932, apenas se despertaron los vecinos de Anchorena contemplaron sorprendidos que el amanecer no aclaraba. Había entrado en erupción el volcán El Descabezado, en Chile, a la altura de Malargüe, Mendoza, y las cenizas opacaban el cielo puntano.

“Diversos relatos dan cuenta del dramatismo que representó para quienes veían caer constantemente ese polvo blanco que los aterraba, porque no sabían que era, ni de dónde provenía”, detalla Annecchini en su investigación.

“Durante la tarde anterior escucharon un fuerte ruido como de trueno, luego, en el transcurso de toda la noche comenzó a caer ceniza, tuvieron que tener los faroles encendidos todo el día, y sacarlas con palas de los techos, por miedo a que se hundieran, o que si llovía se convirtiera en una especie de cemento ya que llegó a acumularse hasta 30 cm de espesor de un polvo blanco y fino, como un talco.

No se podía andar a caballo porque volaba cuando pisaban, cuando se levantaba la ceniza todos tosían, eso duró muchos días, las afecciones respiratorias fueron frecuentes, así también la irritación en los ojos”, apunta.

“Los autos de la época al no tener filtro fundían los motores. Las vacas y las ovejas comenzaron a morir, ya sea por la ingesta de cenizas o porque el pasto había quedado sepultado bajo el polvo, por lo que debieron venderlas a muy bajo precio, o soltarlas para que fueran a morir a la calle”, describe la profesora de Historia quien agrega que durante décadas esa ceniza fue utilizada a manera de limpiavajilla.

Imágenes extraídas del libro “Historias de Anchorena”, de Adriana Hedit Annecchini Bausa.

Sequía, vientos y plagas

Adriana precisa que desde 1929 hasta 1937 las sequías, los fuertes vientos y las plagas de langostas azotaron a la localidad.

“El pasto puna reseco en los años de sequía, junto al bosque de caldén resinoso fueron favorables para los incendios, que no solo mataron animales sino que arruinaron casas y alambrados”, asegura.

“Los vientos casi constantes, de intensidad importante, causaron la voladura de suelos, dando origen a tormentas de tierra que cubrían los campos, alambrados, caminos y animales, las ovejas que se echaban no se levantaban más porque las tapaba la tierra. Son dolorosos los relatos de los vecinos, contando que vivían con bolsas mojadas debajo de las puertas, y dormían con la cabeza tapada para que el polvo no los asfixiara, a la mañana salían por la ventana, para con palas sacar la tierra acumulada en la puerta, contaba en sus memorias don Narciso Cabada, otro vecino de Anchorena. La ceniza, la sequía, la profundización de las napas de agua, el médano avanzaba nuevamente, hicieron perder los campos en su valor un 50 por ciento, vientos y médanos se apoderaron del sur de San Luis por más de diez años, provocando despoblamiento”, detalla en la página 85 de la obra premiada.

Pujante pero sin tren

El pueblo fue fundado el 25 de julio de 1902, en tierras donadas por Juan Esteban Anchorena y su hermana Josefa Anchorena de Madariaga, bajo el gobierno provincial de Narciso Gutiérrez. Dos años después se funda la primera escuela que, en los comienzos funcionó en domicilios particulares y era sostenida con fondos vecinales hasta 1923, cuando fue nacionalizada bajo la Ley Láinez para impulsar la alfabetización masiva.

Acerca del crecimiento de esta localidad y su vecina, Arizona, hay un dato curioso que aún se transmite de generación en generación.

“No lo he visto en los documentos pero en la tradición oral se dice que el tren no llegó a Anchorena, entre otros motivos, porque los terratenientes no querían que dividieran sus campos, pero a esto no lo he visto como causa de la fundación de Arizona, sino como una explicación por la que el ferrocarril no llegó a Anchorena”, compara Annecchini que además es guía de turismo e investigó sobre el cacique platero, Ramón Cabral, uno de los líderes de la cultura ranquel que vivió en Anchorena, y donde aún podrían permanecer enterradas algunas preciadas artesanías.

Con el corazón en el sur

Adriana disfrutó su infancia en el sur puntano. Luego, hizo sus estudios secundarios en Guatraché, La Pampa. Más tarde, vivió 20 años en Ramos Mejía, Buenos Aires, donde cursó estudios terciarios, universitarios y formó su familia.

“Hasta que volví a mi pueblo, con el título más maravilloso que me dio la vida: ser mamá de Carolina Ainsimburu. Me fui muy chica de Anchorena pero cuando volví lo más fuerte para mí fue que venía de dar clases en el colegio La Salle, Buenos Aires, que es gigantesco y, en cambio, dar clase en Arizona donde prácticamente éramos todos familia, fue una experiencia fuerte. Incluso, elegí volverme para poder criar a mi hija más libre y segura. Estoy hablando de hace treinta años y ya estábamos tratando de huir de Buenos Aires por la inseguridad, sobre todo por ella que tenía cuatro años”, recuerda emocionada.

“En los años treinta todo se derrumbó. Para muchos pioneros fue el fin de la ilusión de Anchorena un lugar prometedor, soñaron con otros sueños en el mismo lugar, y se quedaron, como lo hicieron mis abuelos, a los que tal vez de tanto soñarlo, la vida se los cumplió.

Otros, la mayoría partieron en busca de nuevas quimeras promisorias en distintos lugares; despoblándose considerablemente, de tal manera que nunca más volvió a recusar esa cantidad de población y por ende, perdió instituciones públicas y privadas. ¡Malditos años 30!”, cierra el capítulo destacado.

Aun así, a la luz de aquellas adversidades, gracias al minucioso trabajo de Adriana -que además participa del Taller Silenciosos Incurables, coordinado por la escritora Viviana Bonfiglioli- es posible encontrar un poco de perspectiva, entre aquel pasado trágico y las cosechas del presente.