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EL SOQUETE

Por Roberto Tessi (*)

Algunos focos de colores anunciaban en forma escueta que ese portón de chapa semi abierto era el pasaporte a un ruidoso salón de baile, que alguna vez un alemán recién llegado levantó para instalar una pequeña fábrica metalúrgica, que se frustró por los avatares de alguna de las tantas crisis económicas a la cual estábamos acostumbrados los argentinos al promediar los años ‘60 del siglo pasado. Ahí, en ese lugar, los sábados a la noche confluía la gente más humilde de este barrio, y también de otros lugares de la periferia, la mayoría eran ferroviarios o trabajadores del Molino. 

Se preparaban toda la semana y no veían la hora que llegara el sábado para divertirse bailando con las chicas fabriqueras, que irrumpían a la escena con muchos aires de independencia que les daba un sueldo quincenal que superaba en mucho a lo que estaban acostumbradas. El salón de la Comisión de Fomento era una larga nave que al fondo se ensanchaba formando una “L”; y de ahí la ocurrencia de algún gracioso que por su forma lo comparó con un soquete colgado de la soga del patio. En sí era una mala copia de los bailes del Centro, pero tenían como novedad el uso de grabaciones para su música, pero conservaba aún la usanza de poner las mesas y sillas alrededor de la pista de baile como los bailes de la Española.

Se mezclaba mucha gente que venía de otros barrios, ya que este salón les daba un discreto anonimato para muchos, que aún siendo casados o comprometidos en noviazgos formales se tiraban una “cana al aire”. Esto ponía en evidencia la estructura patriarcal de estas costumbres en la que aún se manejaban como “señoritos” de clase alta, donde aparecían las aburridas mujeres para casarse y ser madres de sus hijos y las otras con las cuales se divertían sin límites y sin culpa los sábados, después de cumplir sus tareas de novio o esposo. Allí se tomaba mucho whisky, ginebra o cuba libre, y los que hacían mayor ostentación hacían dejar la botella en la mesa con el balde de hielo y los cigarrillos importados.

Pero también empezaba a cundir la costumbre de algunas señoritas solteras de ir solas al baile, en general eran mujeres mayores que se resistían a quedarse a “vestir santos” como le decían las lenguas viperinas de otras que no se animaban a tanto aunque se morían de ganas.

Sucedió una noche, cuando todo parecía normal, faltaba poco para cerrar y las parejas apenas se movían de los rincones de la pista abrazadas al compás de un bolero de Lucho Gatica, que un fuerte ruido en el portón seguido de algunos gritos, hizo que todos miraran a la entrada, una señora en “desabillé” que apenas tapaba su camisón, y en pantuflas, increpaba a un hombre que estaba escondido tras la cabellera rizada de una morocha que no entendía nada, “¿Se está divirtiendo el doctor?, camine para las casas atorrante, ¡así que salía a comprar cigarrillos, ehh!”.

El silencio se podía cortar con una navaja… “Vamos vieja que te podés resfriar”, dijo el hombre abochornado en voz baja mientras se retiraba. Afuera, el auto de alquiler esperaba pacientemente y el chofer pensaba en la vecina que mediante una llamada anónima se había desquitado de aquel abogado que le había hecho rematar la casa.

Desde entonces, en la mesa del “Sportman”, sus amigos le decían con sorna: “Doctor: si sale esta noche no olvide de ponerse soquetes”.

(*) texto publicado en papel en 2014