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Reinal

Este cuento integra la Antología en Homenaje a Jorge Sallenave que se publicó recientemente, para este espacio, dar a conocer un texto inédito de Jorge nos llena de emoción y también nos conmueve porque se lo extraña, se lo tiene presente siempre, por todo lo que nos obsequió con talento y calidez que eran sellos de cordialidad y amabilidad. En todo momento agradecía que lo publicáramos cuando los agradecidos éramos nosotros y los lectores. Seguiremos continuamente honrando su pluma y don de gente

Reinal

Jorge Sallenave

Cuento inédito

El Reinal es un monte de un poco más de doscientos metros de altura. Se destaca en la cadena montañosa que fija el límite de las tierras verdes. Al occidente los pueblos, los sembradíos y aire fresco del océano, que si bien no está a la vista fabrica durante gran parte del año corrientes de aire que transportan nubes que se transformarán en agua o en nieve según la estación. Al oriente, la aridez eterna, las arenas, el calor sofocante en verano, el frío inclemente en invierno, vegetación de hojas pequeñas y espinas, algunas personas que habitan en cuevas o bajo enramadas esqueléticas. El Reinal divide con trazo firme la humedad y la sequía. A la gente del oeste ni se le ocurre cruzar el límite, la gente del este tampoco tiene interés de emigrar al verde.

El que recién llega a la zona comprende con facilidad la decisión de los occidentales porque ha asumido que si el ser humano realiza un cambio es para mejor. Ese recién llegado sostiene con la misma rapidez la estupidez congénita de los orientales, quedarse en donde están. ¡Qué incomprensible!, se dice, porque un territorio donde el clima es inapropiado, la naturaleza tacaña sirve sólo para castigo. Por eso son tan pocos, lo afirma, sin mayor fundamento dado que no existe vínculo entre occidentales y orientales por lo que las referencias de cuevas y enramadas vienen del pasado, de que uno le dijo al otro, ese otro se lo contó a un tatarabuelo. Pero debía ser verdad, y los orientales eran salvajes y cortos de entendederas, que mejor siguieran del otro lado del Reinal porque convivir con ellos sería imposible y hasta peligroso.

El recién llegado se llamaba Dito y el tema no le anduvo mucho por la cabeza. Tenía que hacerse un futuro y los pensamientos debían ocuparse de eso, de encontrar un trabajo, el día de mañana una esposa y en la madrugada siguiente criar a los hijos.

Dito no tuvo suerte atendiendo a los hechos que le tocó vivir. Consiguió trabajo como cuidador de ovejas. Quien se lo ofreció fue Vicente, un hombre de edad, que poseía un campo a los pies del Reinal.

– No es una tarea difícil. Los perros te serán de gran ayuda. Por la mañana soltarás a los animales del corral. Ellos solos buscarán el camino para subir al monte. A trescientos metros más o menos, se encuentran los mejores pastos. Comerán bajo tu mirada, si alguno se descarrila, los perros lo traerán de vuelta. Cuando el sol esté a una cuarta del horizonte, iniciarás el regreso. Luego de encerrarlos se te dará comida en abundancia, bajo mi techo nadie pasa hambre. Después el tiempo es tuyo hasta el próximo día. Por cada mes recibirás tres soles.

– ¡Tres soles! ¡Don Vicente cuánto le agradezco!

– Tu forma de agradecer es cuidar que no se pierda ningún animal. Si eso sucediera, Dios no lo quiera, nuestra relación habrá terminado. Y me ocuparé que nadie más te dé trabajo.

– Descuide. Daré lo que no tengo para regresar con las bestias a la hora indicada y sin pérdida alguna.

Las ovejas eran algo lentas pero ordenadas, no traían problemas a Dito. Sabían llegar a destino. Los perros: Negro, Tibo y Morán se espaciaban para controlarlas. Atrás dos perras, Tina y Chana se encargaban que ninguna se rezagara. Al llegar al pastizal de la quebrada que hendía al Reinal, las ovejas formaban grupos que con paciencia y prolijidad  hacían girar las pequeñas plantas hasta cortarlas. Masticaban con la mirada ausente sólo atentas en mantener el sube y baja de sus quijadas.

Y fue un día, y fue otro, y muchos más. Dito iba y venía. Atento a cumplir el horario y la vigilancia sobre cada animal. Al regresar contaba las ovejas cuando ingresaban al corral. También lo hacía por las mañanas porque no quería llevarse una sorpresa. Sabía que cada tanto aparecía algún felino hambriento y él no pensaba pagar las consecuencias de un ataque nocturno.

Los meses se sucedían y los soles que Vicente le entregaba por la tarea iban a lugar seguro. El colchón de lana que Dito usaba en el galpón de lata que le servía de morada y donde el dueño apilaba herramientas, esquila, zarzos.

Dito pensaba a diario que era afortunado, que la vida le sonreía y que de no pasar algo, alcanzaría los objetivos que se había propuesto.

Esta contentura se robusteció cuando conoció a Diana, la hija de uno de los peones que trabajaban en la cosecha de frutas. Hablaban poco porque ella se ocupaba de preparar la comida de los obreros del establecimiento, incluida la de él, pero se miraban mucho y el hecho de que Diana se sonrojara era una señal positiva.

Pero algo sucedió. Extraña situación para alguien que consideraba estar en terreno firme.

Una tarde al contar las ovejas faltaban dos. Recontó. Seguían faltando dos.

– No puede ser –dijo-. A mí se me pudo pasar, y lo dudo, pero a los perros no. Ninguno se mostró inquieto. Más parece que esos animales se desvanecieron en el aire. A buscarlos, cuanto antes. Mi vida depende de que esos bichos aparezcan.

Llamó a los perros y se encaminó hacia la quebrada. La mitad del sol se estaba ocultando en el horizonte.

– Menos mal que es verano, porque en invierno sería noche cerrada.

En los pastizales ni rastros de las ovejas. Alentaba a los perros para que buscaran. De pronto las vio, a unos doscientos metros más arriba, sobre un promontorio rocoso. “Allá están”, gritó feliz, señalando con el índice. Los perros por el grito se le acercaron olfateándolo. “Vamos a traerlas”, ordenó. Los perros con paso ágil se alejaron de él, hacia el bajo, hacia el corral, hacia la casa.

– ¿Qué mierda les pasa? Vengan acá.

Pero los perros comenzaron a correr hasta desaparecer de su vista.

– Ya verán, ¡los moleré a palos! –los amenazó, pero en el acto se olvidó de ellos y se ocupó de las ovejas.

Tendría que subir y arriarlos antes que se hiciera noche. Desde donde estaba, el Reinal parecía eterno hasta la cumbre. “Menos mal que están cerca”, pensó y comenzó a escalar.

Las ovejas se mantenían quietas, como si lo esperaran, pero cuando estuvo cerca le dieron la retaguardia y ascendieron con una agilidad envidiable para animales con cascos tan pequeños.

La operación se repitió una y otra vez. Dito se sentó en una piedra a tomar aire. A la distancia se veían las luces del caserío. Allí ya había llegado la noche.

“Seguro que Vicente ha contado los animales, se pregunta dónde estoy y promete echarme no bien me vea”.

Se puso de pie. La noche le mordía los talones. Los animales como si supieran que el cansancio había vuelto torpe a Dito, lo dejaron acercarse más, pero después siguieron subiendo.

La noche alcanzó la cima del Reinal. Recién entonces vio la luna llena que hacía rato surcaba el cielo pero invisible para los habitantes de occidente. Recién se vería cuando sobrepasara la cumbre.

Algo más adelante se encontraban las ovejas. Al acercarse se dio cuenta que estaban maniatadas y al lado de un hombre semidesnudo sentado en una piedra. Pelo desordenado, barba larga y descuidada. Dito se detuvo, pero el hombre con la mano le indicó que se aproximara.

– Buenas -dijo.

El otro le devolvió el saludo con una inclinación de cabeza.

– Gracias –agregó Dito.

– ¿Son suyas?

– Mías no. Las cuido. Abandonaron el rebaño. Se volvieron locas. Estoy destruido. No soy hombre de montaña. En mi vida imaginé subir el Reinal.

-¿Reinal?

– Este cerro

– ¿Así le llaman?

– Todos los de allá abajo –dijo el pastor de ovejas señalando el caserío de occidente.

– No lo sabía. Nosotros, los que habitamos del lado donde nace la luna, lo conocemos como el Gran Señor o el Dios de las Alturas. También le llamamos Gem.

– Le agradezco de nuevo. Sin su ayuda habría perdido mi trabajo. Estos bichos me tomaban el pelo. Veo que las ha maniatado muy bien.

– Gem lo ordenó.

– ¿El cerro? ¡No me diga! Así que esta montaña habla –dijo Dito y se arrepintió por haber hablado. No veía razón para burlarse de las creencias del hombre que le daba una mano.

– La montaña no. El corazón del cerro es quien habla. Su voz sale de allá, de la laguna.

Reparó en la laguna, de aguas calmas, reflejando la luna, ubicada en una planicie corta, que la cima mostraba como un quiebre entre grandes peñascos.

– De acuerdo –aceptó Dito- me gustaría seguir hablando, pero debo regresar.

– No puedo darte los animales si Gem no autoriza.

– ¿Me estás sobrando? Si fueran míos te los dejaba. Te prometo que mañana si el señor Vicente no me saca a patadas, te traeré comida.

– No tengo hambre. El Señor de la Montaña decidirá.

– Así que me siento a esperar… Ni se te ocurra. Si debo pelear por las ovejas pelearé.

– Está cerca –dijo el hombre peludo haciendo un gesto hacia la laguna.

El agua había perdido la calma. Se movía en olas continuas. Las ondas avanzaban cada vez más lejos cubriendo las márgenes, golpeando las piedras.

El hombre de barba larga se inclinó hasta que su frente tocó el piso y así permaneció.

– No regresarás. Te necesito aquí –una voz cavernosa retumbó.

Dito asustado miró en todas direcciones pero no se veía a nadie.

– Él tomará tu lugar.

Titubeando Dito preguntó “¿Quién habla?”. La respuesta fue una carcajada.

El hombre barbudo se irguió.

-Debo tomarte –dijo.

El pastor de las ovejas no dudó y corrió tropezando y cayendo entre las piedras pero sin perder la dirección, hacia occidente, hacia el caserío. Su corazón latía con fuerza, sentía arañazos en la piel, le sangraban los pies, la boca seca, la falta de aire.

Huyó a la base del Reinal y agradeció que hubiese podido escapar.

Vicente lo esperaba en el rancho, los perros lo desconocieron y ladraban.

– Soy yo –dijo sin preguntarse por qué aclaraba si ya era día avanzado, el sol se mostraba fuerte y las nubes estaban ausentes.

– Arreglá tus cosas y andate –le dijo Vicente- Me cobré con tus soles lo que perdiste.

– Hice lo imposible.

– Mirá el aspecto que tenés. Andate ya. No quiero verte.

– Tenga piedad señor.

– Se tiene piedad con la buena gente, no con los ladrones de ovejas.

Dito, con la cabeza gacha, se dirigió al galpón de lata.

“El diablo metió la cola. ¡Adiós futuro!”, pensó así y también pensó en los soles perdidos, el casamiento con Diana que nunca se celebraría, los hijos que no tendrían. Pero lo sucedido en la noche se imponía a la tristeza y miraba al Reinal, a la cumbre.

En el galpón acomodó sus escasas pertenencias. Mientras lo hacía buscó un espejo de mano. Ahí estaba su rostro, tan parecido a aquel hombre que maniató las ovejas. Barba larga y desprolija, pelo revuelto, casi sin ropas.

Tomó sus cosas y abandonó el lugar. No caminó hacia occidente. Decidido encaró el Reinal. Iba en busca de lo robado, así tuviera que enfrentarse al mismo Gem, al Señor de la Montaña.